Carlota se quedó viendo cómo el
barco se perdía en el horizonte e imaginaba que aún David decía adiós agitando
su mano entre el viento. ¿Cuánto tiempo pasaría antes de que él volviera? Se
preguntaba si el bebé que cargaba entre sus brazos ya estaría grande para
aquella época. Se imaginó al bebé en niño corriendo al reencuentro de su papá y
vio a David llorar al ver todo lo que su hijo había crecido, pensando en todas
las cosas que se había perdido. Tal vez pasaría tanto tiempo antes de que David
volviera que el bebé ya sería un hombre y ambos serían incapaces de
reconocerse. Incluso la imagen de ese marinero joven volvería con más
años encima y el corazón que ella había amado le resultaría después extraño.
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The banks of the Seine at Argenteuil |
¿Y si se demoraba más de lo que ambos habían planeado? ¿Si nunca más volvía? Peor aún ¿si moría antes de llegar? ¿Si su barco se hundía y su cuerpo nunca era encontrado? ¿Y si la que se moría era ella dejando solo al bebé? ¿Si agarraba la gripa de la que tanto hablaban y temían en el pueblo? Se sorprendió tanto al pensar en todos los peligros de los que está hecha la vida que le pareció todo un milagro estar viva. Pero esos peligros a los que ahora ella temía tanto se le hicieron más reales y cercanos cuando David llegó a su vida.
A Carlota nunca le habían hablado del amor, el futuro para ella siempre era el día siguiente y la incertidumbre de lo que pasaría después le era desconocido. Pero cuando llegó David, un hombre alto y flaco, que sin la barba que cargaba con orgullo pasaba ante los ojos de los demás por un niño, todos esos miedos y peligros la agarraron desprevenida. Él se empeñó en construir, en el terreno baldío que siempre había sido el corazón de Carlota, el mundo del amor y ella seducida por lo desconocido lo dejó.
Pensó en la primera vez que vio a
David. Se preguntó si había valido la pena conocerlo o en dónde estaría ahora
si él no hubiese llegado. La primera vez que lo vio estaba lavando la ropa
junto al río. Él acababa de llegar al puerto y le habían dicho que era en ese
lugar donde todas las sirenas pasaban su tiempo. Cuando llegó vio que era
cierto tal mito. Encontró a las muchachas que parecían, más que haciendo un
trabajo, disfrutando de la mejor distracción. Carlota era la única que no
hablaba con las demás de todos los chismes que rodeaban el pueblo. Ella
mantenía la cabeza baja con la mirada fija en la ropa que restregaba. Lo hacía
tan concentrada que no sentía los ojos de David que la examinaban de arriba
abajo, ni siquiera oía el parloteo de las otras mujeres. Cuando terminó de
escurrir la ropa, cogió sus cosas y se fue. No se dio cuenta que David seguía
sus pasos hasta que estuvo cerca de llegar a su casa. Esa sombra alta la
asustó. Disminuyó el paso para que la pasara y fuera ella la que caminara
detrás de él. Pero David también dejó de caminar rápido y se mantenía a
unos pasos atrás. Ella volteó a verlo y el miedo que sentía al sentirse
perseguida, se transformó dentro de ella en algo nuevo. Su corazón empezó a
latir bajo otro ritmo que ella jamás había escuchado y caminar dejó de serle
natural. Cada paso que daba le pesaba y sin que ella quisiera, siguieron
derecho alejándose de su casa. Carlota puso a David a caminar por el laberinto
de todas las estrechas calles del pueblo, ella sin darse cuenta por dónde
era que pasaba, él ni siquiera sin pensar a dónde iba a llegar.
Esa escena, con el paso de los días, se convirtió en ritual para ellos y para
todos los del pueblo que los veían siempre en ese mutuo acecho. La mamá de
Carlota, al enterarse que David no hacía más que perseguirla y ella no
hacía más que marearlo con tanta vuelta, una tarde los arrastró a los dos a la
casa. Los sentó frente a frente y los obligó a que se dijeran todas las
palabras de amor que conocían. David, que era más experto en el tema comenzó a
hablar de todo lo que había conocido y todo lo que le haría conocer. Ella,
ajena al vocabulario de los sentimientos y a todo lo que venía sintiendo,
aceptó todo lo que salía de la boca de David como la más absoluta verdad. Todas
esas palabras que le eran extrañas resultaban, de alguna manera, describiendo
lo que también sentía. Él lo llamó amor y ella lo aceptó. Él le dijo
algo sobre la eternidad, de pasar toda la vida juntos y como su futuro siempre
apuntaba hacía el día siguiente no le pareció tanto tiempo.
Pero a medida que cada palabra salía de la boca de David, estas iban
atorándose en la garganta de Carlota. No sabía qué empezaba a sentir pero eran
las angustias que se tomaban su cuerpo, las mismas que sentía ahora al ver
aquel niño entre sus brazos.
Miró al río y recordó lo que David siempre decía antes de dormir: Este
pueblo es una pequeña pulga en el gigante cuerpo de la bestia. Carlota de tanto
escuchar la frase se acostumbró a ella sin preguntarse qué significaban. Pero estando
ahí, viendo la calma con la que se disfrazaba el río, se dio cuenta que esa
quietud terminaba en los comienzos de otras aguas más hondas y furiosas. Que
había siempre más y allá, más allá, y más más allá y entendió que si el pueblo
en el que vivía era solo una pulga, ella ni le hacía cosquillas al gigante
monstruo. Se preguntó por qué no podía
ir con David, o incluso, ocupar el lugar del marinero. De ver que la vida tenía
miles y miles de otros puertos, que sobraban viajeros que hacían de su casa el
mundo entero. Tuvo envidia de David. De su suerte. De su libertad. Sintió pena
de ella. De su ignorancia. De su impotencia y de la larga espera a la que
estaba condenada.
Comparó su vida con la de su mamá y vio que no había diferencias. En el
espejo tenían la misma cara y un reflejo que no mostraba otra opción. Se acordó
de lo que le decía: “Tenés que agarrar a ese pescado por donde puedas, por la
boca o por las patas. Vivo o muerto pero rapidito que otros ya lo andan cocinando
sin haberlo pescado” Carlota que al
parecer era la única que podía llamar las cosas como son y que no veía en las
metáforas nada más que pérdida de tiempo no entendió nada. Pero era ahora que
su marinero se había ido comprendió el miedo de su madre, el miedo que
compartían muchas sirenas de aquel puerto.
Había sido la historia de su mamá también. Le habían dicho amor y
durante una noche sintió ser la más afortunada de aquél pueblo. Se coronó como
la reina de un reino que solo podía existir en su cabeza, mandó sirvientes que
nunca tendría y acomodó los muebles de una casa que no tenía techo ni suelo. A
la mañana siguiente su rey había desaparecido y su barco ya se encontraba con
el mar. Entendía que era la historia de muchas, empezaba a rechazar la idea de
que fuera la de ella.
Al pensar que David no volvería
no sintió más angustia. Vio que la libertad, palabra tan desconocida,
empezaba a dibujarse frente a ella. No le importó qué le iba a decir cuando
llegara. No sería un problema si volvía o no. Miró otra vez más allá de lo que sus ojos
podían apreciar. El río terminaba en algún lugar. El mar ya tocaba puerto. El
inmenso cielo azul que anunciaba día, en otro lado albergaba luna. El llanto del niño la hizo recordar que tenía
que volver a casa. Se imaginó que su
mamá la saludaba, la regañaba porque había dejado escapar a su marinero.
Antes de dejar el puerto escuchó a otros marineros que pasaban decir que
el próximo barco salía en dos horas. Al escucharlos sintió que esas palabras
eran para ella, como si la invitaran a irse con ellos. Más fuerte aún, que esas
palabras la arrastraban al mar, de la mano la llevaban a lo desconocido. Tenía que volver a casa. Quería encontrar su
hogar.