lunes, 30 de julio de 2018

De la misma sangre


Iliá Repin- Iván el Terrible y su hijo



Intento recordar cuando fue la última vez que nos vimos mientras toco la puerta. Debió de ser hace más de 10 años cuando yo apenas terminaba mi carrera y no sabía muy bien que iba a llegar a ser porque buscar trabajo era una obligación pero la certeza de encontrarlo no,  hace más de 10 años cuando no sabía que tendría la fuerza necesaria para venir a verlo.  Toco de nuevo y me entrego a la espera casi eterna que sigue después de un llamado. Mi visita no lo podía haber tomado por sorpresa, antes de venir lo llamé para avisarle que pasaba. ¿A visitarme? ¿A mí? Bueno, ven. Te espero para tomar café, a las cinco. No preguntó el porqué de mi visita ni me dijo: Hijo, qué alegría escucharte. ¿Cómo has estado? ¿Qué tal el trabajo? ¿Estás con alguien, ya te casaste? Esas conversaciones entre los dos nunca habían existido, éramos dos extraños conocidos.

Puedo sentir cómo viene arrastrando en sus pies todo el peso de sus años ¿cuántos años ya tiene el viejo? ¿Unos setenta? Como máximo unos setenta y cinco. Me preparo para verle la cara y mirarlo directo a los ojos.  Me lo imagino ya envejecido para evitar que su verdadera vejez  me sorprenda. Finalmente la puerta se abre y me siento un poco como en el cuento de Kafka. Finalmente la puerta se abre y resulta que la puerta siempre ha estado abierta para mí. Lo veo y comprendo que el tiempo penetra en cada hueco de nuestro cuerpo y alma. Nos reconocemos y nos vemos viejos desde la distancia que siempre nos ha separado. Nuestro orgullo decide tomar la palabra y permanecemos en silencio. Con su mano derecha me invita a seguir. Siéntate. Entro y siento que penetro en un túnel, todo está envuelto en una bruma de polvo tal vez ocasionada por la vejez y el abandono en el que el viejo se había metido, y el que yo también había ayudado a construir.  

Me abro camino entre las sombras y logro llegar hasta la sala.  Tomo asiento y miro a mi alrededor tratando de buscar algo que nos una para sentirme, al menos por un momento, parte de su vida pero todo se me hace ajeno, incluyendo sus ojos que todavía en el silencio me espían. En el bife tiene una pequeña biblioteca y una foto de nosotros. DE NOSOTROS. Reconozco con facilidad el retrato de “familia” porque mi mamá también la tiene en la sala de la casa. Claro que en la de ella el viejo no sale, lo cortó de la foto tratando de sacarlo así de nuestras vidas.  Salimos los cuatro: El y mi mamá sonriendo, yo y mi hermano aún pequeños. Yo debía tener unos diez años, mi hermano unos cinco o seis.  Dejo de mirar la foto con esfuerzo porque siento el peso de su mirada que me acecha con miles de preguntas. Lo miro y listo para decirle el porqué de mi visita, las palabras aún no encuentran el camino de salida y se estancan en mi lengua.

¿Te gusta el café con azúcar o sin? Sin azúcar está bien. Veo todo el tiempo que le toma servirme pero no me atrevo a ayudarlo. Gracias. El viejo se sienta al frente mío, conservando aún la distancia. Sentarse le cuesta un poco y me doy cuenta que cada acto es una batalla, que está rodeado de enemigos. Te debe dar gracia verme  tan viejo, aunque mírate a ti. La barba ya te hace ver de cuarenta. Bueno, por ahí pasé hace rato. Ah ¿sí? Mira, ya somos dos viejos. Vuelvo a clavar mi mirada en el portarretrato que muestra una familia feliz, me cuesta creer que por un tiempo sí fuimos aquellos fantasmas congelados en el tiempo. Me cuesta creer que guarde esa foto, más aún que sea capaz de exhibirla en la sala como si nada hubiera pasado, como si todavía fuéramos aquellos de la foto.  El viejo se da cuenta que sigo mirándonos en el pasado pero me niego aún a enfrentarme a su mirada. ¿Te sorprende que la tenga? Después de todo ustedes son mi familia.

Después de todo éramos familia, una familia que había desaparecido. Aquella foto no era más que un rompecabezas ahora donde una de las piezas estaba desaparecida y las otras ya no podían volver a encajar. Tú y yo sabemos que esa familia ya no existe, tú más que yo.  Tienes razón, Julián. Pero háblame, dímelo ya. Hace rato que esperaba tu visita. Pero no, no puedes tenernos ahí sonriendo cuando tú, tú eres el culpable. Mi hermano sólo tenía 20 años y tú no hiciste nada. Lo botaste como carnada, tú negaste su inocencia y él no tenía la culpa de nada. Viste como lloraba mi mamá por un mes entero, a mí me llamaste mentiroso en el juicio. Y yo no tengo excusa, fue mi culpa. Desde hace tiempo que hice de este apartamento mi cárcel y te esperaba a ti, mi único juez.  

Tiene razón. Me doy cuenta que había venido de nuevo a su puerta no en busca de una disculpa. Ya era un poco tarde para las disculpas. Antes de venir sabía que su boca orgullosa nunca se besaría con el perdón. Me di cuenta que había atravesado la puerta de la ley y venía a cobrar la justicia de un hijo reclamándole a su padre su ausencia, su sangre fría, su crimen. Saco de mi bolsillo la pistola y le apunto en el pecho. Las manos me tiemblan y él por el contrario permanece en calma sin moverse, listo para recibir la bala. Sus ojos me miran con una especie de amor, me dicen gracias y sus labios aunque están cerrados sonríen. Sin decirnos nada comprendo que acepta la muerte que le doy y el perdón que nunca le di, que nunca me pidió. Disparo y el cuerpo del viejo cae, vuelvo a disparar esta vez más cerca y un río de sangre comienza a formarse a su alrededor. Aquel viejo que me dio la vida y me la quitó ahora me ve arrebatársela. Sus ojos se cierran y el río de sangre se levanta, se forma una corriente que quiere poco a poco arrastrarme. No sé si siento culpa, arrepentimiento o felicidad pero la justicia me deja con sed. Me dirijo a la cocina aún con la pistola ardiendo en mi mano. La tiro en el lavamanos y la lavo tratando de redimirla de mi pecado.  Abro la nevera y el viejo sólo tiene un vino blanco ya destapado. Bebo cada gota como si fuera agua y por un momento se me olvida que el cuerpo del viejo todavía sigue ahí esperándome, que la muerte aún se roza con mi presente. El vino tal vez fue una mala idea porque me empiezo a sentir mareado y aun así me termino toda la botella.  Regreso hacia la sala para contemplar mi crimen y el cadáver del viejo ahora tiene compañía.

A su alrededor la sangre derramada dibuja el rostro del culpable. Me siento en una trampa, el viejo lo sabía desde un principio. Sabía que había venido a darle la muerte pero que en realidad yo no saldría vivo tampoco. El viejo desde la muerte me enviaba un sádico saludo junto con la sentencia final. Voy corriendo de nuevo a la cocina para buscar con qué limpiar la sangre pero todo intento es en vano, mi rostro vuelve a dibujarse. Me reconozco en la sangre de mi padre y me doy cuenta que soy tan culpable como él.





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