"Le punctum d’une photo, c’est ce hasard qui, en elle, me point (mais aussi me meurtrit, me poigne)"
Roland Barthes

El matrimonio de mis abuelos es una historia que
ninguno de nosotros conoce a ciencia cierta. Ninguno de sus 9 hijos ni sus 20
nietos. La única evidencia de esa unión es una foto desgastada que todavía yace
en el centro de la sala de una casa de sólo tres pisos pero que en mis
recuerdos de infancia se reproduce como una inmensa torre de babel. Ahora que
lo pienso el lugar de esta foto no tiene nada de casual, el retrato de los
abuelos cuando no eran abuelos ni padres, tan sólo dos jóvenes que a juzgar por
sus caras no estaban enamorados pero sí asustados de mirarle la cara
al futuro, es ya una columna más de la torre de babel. Es por eso que no ha
cambiado de lugar después de sesenta años. Si se mueve la foto, la torre de
babel cae.
La foto la había
tomado el único fotógrafo de la ciudad de Leticia. Viajó durante tres horas por
el río junto a la orquesta que tocaría en la fiesta por el fin de semana sin
parar y el padre que los iba a casar. A ninguno les iban a pagar pero habían
venido con la promesa de probar el caldo de pescado de la abuela que se había
hecho fama de curandero. Un sorbo de aquella sopa y el mal de amores
desaparecía. El fotógrafo tomó la foto después de la ceremonia donde el abuelo
tuvo que cogerse el pantalón que ya se le venía abajo y a la abuela tuvieron
que repetirle la pregunta de que si aceptaba como marido al abuelo tres veces.
Ninguno de los dos al momento de tomar la foto tenía conciencia que estaban a
punto de doblegarse, iban a convertirse en un reflejo con el que ya no podrían identificarse
más al cabo de unos años. Y aun así, aquel retrato de esos extraños
fue lo primero que sacaron de la maleta al llegar a la casa donde todos nos
criaríamos, lejos ya del río y más cerca del barullo de la capital
Aquel retrato de
los abuelos guarda para cada uno de nosotros en nuestra familia un significado
diferente. Estoy segura que para mi abuela mirarse en aquel vestido blanco que
su mamá había cocido por más de cinco días con sus noches, no era la dicha. La
abuela sólo podía ver la figura escuálida del abuelo en aquel traje prestado
que habían tenido que ponérselo con pinzas para que no se le cayera al caminar.
La abuela le reprocharía su mala cara en una foto que lleva más años que su
matrimonio. Para el abuelo debería ser el símbolo de su juventud ya
desaparecida. Para mí en cambio, no es la prueba de su matrimonio sino la
prueba más profunda del paso del tiempo.
Yo sólo he
conocido a dos muertos, mis abuelitos. No pude ir a ninguno de los entierros
porque la distancia – y qué curioso que la distancia exista en ambos mundos, en
la vida y en la muerte- nos separaba. Ahora esa distancia es para siempre pero
en mi cabeza siguen vivos caminando por esa casa grande que construyeron para
que todos sus hijos crecieran, para que todos sus hijos después se
fueran. Cuando volví a la casa grande los busqué en
todos los tres pisos: en cada rincón, en cada cajón, en cada olor. Y esa casa
de tres pisos se me hizo de nuevo una torre de babel. Los busqué en
todos los mil pisos y en cada uno sólo encontré mi mortalidad. Sin embargo los
muertos siguen vivos en esta foto que existe antes de que todos fuéramos. Para
mí esta foto es entonces la lección de que vivir es aceptar el acecho constante de
la muerte.
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