Iliá Repin- Iván el Terrible y su hijo
Intento recordar cuando fue la última vez que nos
vimos mientras toco la puerta. Debió de ser hace más de 10 años cuando yo
apenas terminaba mi carrera y no sabía muy bien que iba a llegar a ser porque
buscar trabajo era una obligación pero la certeza de encontrarlo no, hace más de 10 años cuando no sabía que
tendría la fuerza necesaria para venir a verlo.
Toco de nuevo y me entrego a la espera casi eterna que sigue después de
un llamado. Mi visita no lo podía haber tomado por sorpresa, antes de venir lo
llamé para avisarle que pasaba. ¿A visitarme? ¿A mí? Bueno, ven. Te espero para
tomar café, a las cinco. No preguntó el porqué de mi visita ni me dijo: Hijo,
qué alegría escucharte. ¿Cómo has estado? ¿Qué tal el trabajo? ¿Estás con
alguien, ya te casaste? Esas conversaciones entre los dos nunca habían
existido, éramos dos extraños conocidos.
Puedo sentir cómo viene arrastrando en sus pies todo
el peso de sus años ¿cuántos años ya tiene el viejo? ¿Unos setenta? Como máximo
unos setenta y cinco. Me preparo para verle la cara y mirarlo directo a los
ojos. Me lo imagino ya envejecido para
evitar que su verdadera vejez me
sorprenda. Finalmente la puerta se abre y me siento un poco como en el cuento de
Kafka. Finalmente la puerta se abre y resulta que la puerta siempre ha estado
abierta para mí. Lo veo y comprendo que el tiempo penetra en cada hueco de nuestro
cuerpo y alma. Nos reconocemos y nos vemos viejos desde la distancia que
siempre nos ha separado. Nuestro orgullo decide tomar la palabra y permanecemos
en silencio. Con su mano derecha me invita a seguir. Siéntate. Entro y siento
que penetro en un túnel, todo está envuelto en una bruma de polvo tal vez
ocasionada por la vejez y el abandono en el que el viejo se había metido, y el
que yo también había ayudado a construir.
Me abro camino entre las sombras y logro llegar hasta
la sala. Tomo asiento y miro a mi
alrededor tratando de buscar algo que nos una para sentirme, al menos por un
momento, parte de su vida pero todo se me hace ajeno, incluyendo sus ojos que
todavía en el silencio me espían. En el bife tiene una pequeña biblioteca y una
foto de nosotros. DE NOSOTROS. Reconozco con facilidad el retrato de “familia” porque
mi mamá también la tiene en la sala de la casa. Claro que en la de ella el
viejo no sale, lo cortó de la foto tratando de sacarlo así de nuestras
vidas. Salimos los cuatro: El y mi mamá
sonriendo, yo y mi hermano aún pequeños. Yo debía tener unos diez años, mi
hermano unos cinco o seis. Dejo de mirar
la foto con esfuerzo porque siento el peso de su mirada que me acecha con miles
de preguntas. Lo miro y listo para decirle el porqué de mi visita, las palabras
aún no encuentran el camino de salida y se estancan en mi lengua.
¿Te gusta el café con azúcar o sin? Sin azúcar está
bien. Veo todo el tiempo que le toma servirme pero no me atrevo a ayudarlo.
Gracias. El viejo se sienta al frente mío, conservando aún la distancia.
Sentarse le cuesta un poco y me doy cuenta que cada acto es una batalla, que
está rodeado de enemigos. Te debe dar gracia verme tan viejo, aunque mírate a ti. La barba ya te
hace ver de cuarenta. Bueno, por ahí pasé hace rato. Ah ¿sí? Mira, ya somos dos
viejos. Vuelvo a clavar mi mirada en el portarretrato que muestra una familia
feliz, me cuesta creer que por un tiempo sí fuimos aquellos fantasmas
congelados en el tiempo. Me cuesta creer que guarde esa foto, más aún que sea
capaz de exhibirla en la sala como si nada hubiera pasado, como si todavía fuéramos
aquellos de la foto. El viejo se da
cuenta que sigo mirándonos en el pasado pero me niego aún a enfrentarme a su
mirada. ¿Te sorprende que la tenga? Después de todo ustedes son mi familia.
Después de todo éramos familia, una familia que había
desaparecido. Aquella foto no era más que un rompecabezas ahora donde una de
las piezas estaba desaparecida y las otras ya no podían volver a encajar. Tú y
yo sabemos que esa familia ya no existe, tú más que yo. Tienes razón, Julián. Pero háblame, dímelo ya.
Hace rato que esperaba tu visita. Pero no, no puedes tenernos ahí sonriendo
cuando tú, tú eres el culpable. Mi hermano sólo tenía 20 años y tú no hiciste
nada. Lo botaste como carnada, tú negaste su inocencia y él no tenía la culpa
de nada. Viste como lloraba mi mamá por un mes entero, a mí me llamaste
mentiroso en el juicio. Y yo no tengo excusa, fue mi culpa. Desde hace tiempo
que hice de este apartamento mi cárcel y te esperaba a ti, mi único juez.
Tiene razón. Me doy cuenta que había venido de nuevo a
su puerta no en busca de una disculpa. Ya era un poco tarde para las disculpas.
Antes de venir sabía que su boca orgullosa nunca se besaría con el perdón. Me
di cuenta que había atravesado la puerta de la ley y venía a cobrar la justicia
de un hijo reclamándole a su padre su ausencia, su sangre fría, su crimen. Saco
de mi bolsillo la pistola y le apunto en el pecho. Las manos me tiemblan y él
por el contrario permanece en calma sin moverse, listo para recibir la bala.
Sus ojos me miran con una especie de amor, me dicen gracias y sus labios aunque
están cerrados sonríen. Sin decirnos nada comprendo que acepta la muerte que le
doy y el perdón que nunca le di, que nunca me pidió. Disparo y el cuerpo del
viejo cae, vuelvo a disparar esta vez más cerca y un río de sangre comienza a
formarse a su alrededor. Aquel viejo que me dio la vida y me la quitó ahora me
ve arrebatársela. Sus ojos se cierran y el río de sangre se levanta, se forma
una corriente que quiere poco a poco arrastrarme. No sé si siento culpa,
arrepentimiento o felicidad pero la justicia me deja con sed. Me dirijo a la
cocina aún con la pistola ardiendo en mi mano. La tiro en el lavamanos y la
lavo tratando de redimirla de mi pecado.
Abro la nevera y el viejo sólo tiene un vino blanco ya destapado. Bebo
cada gota como si fuera agua y por un momento se me olvida que el cuerpo del
viejo todavía sigue ahí esperándome, que la muerte aún se roza con mi presente.
El vino tal vez fue una mala idea porque me empiezo a sentir mareado y aun así
me termino toda la botella. Regreso
hacia la sala para contemplar mi crimen y el cadáver del viejo ahora tiene compañía.
A su alrededor la sangre derramada dibuja el rostro
del culpable. Me siento en una trampa, el viejo lo sabía desde un principio. Sabía
que había venido a darle la muerte pero que en realidad yo no saldría vivo
tampoco. El viejo desde la muerte me enviaba un sádico saludo junto con la
sentencia final. Voy corriendo de nuevo a la cocina para buscar con qué limpiar
la sangre pero todo intento es en vano, mi rostro vuelve a dibujarse. Me
reconozco en la sangre de mi padre y me doy cuenta que soy tan culpable como
él.
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