sábado, 2 de agosto de 2014

La morada


Mi bisabuela, la señora Antonia, que solo tenía años en la casa se paseaba descalza por su pequeño reino. La primera vez que fui a verla mis ojos nunca habían presenciado a la vejez y me sorprendió que caminara con la vitalidad de mi niñez. Aquí vivía con el único hijo que no había sido capaz de dejarla  mientras que los otros siete ya habían esparcido sus raíces tanto, que un montón de niños extraños para ella la llamaban hasta tatarabuela. A mí me recibió con su sonrisa milenaria y sus ojos que ya miraban más allá que acá, me invitaron a abrazarla.
Sé que su casa no era tan grande como la recuerdo pero cuando la visité, me pareció que era el laberinto donde el tiempo se perdía para hacerse eterno. Y así como solo iba de la puerta al corredor que la llevaba en cinco pasos al patio, para mí la casa se extendía por toda Leticia. Durante el tiempo que vivimos aquí su casa era paso obligado. Cada vez que la visitábamos la encontrábamos en la mecedora que rozaba ya la calle y entre sus manos siempre sostenía hilo y aguja con los que pasaba horas y horas tejiendo. Ahora que mi memoria la ve sentada en el trono que era su mecedora pienso que lo que enserio hacía era ir moviendo los hilos de nuestro presente, trenzando las vidas que ella vio nacer.

Henri Matisse- La Desserte Rouge
Esa era la bienvenida a su casa, con la puerta siempre abierta y ella en la entrada dispuesta a acoger a todo exiliado en su morada. Después se seguía al pasillo que antes de llegar al patio, se desviaba a la única pieza que tenía aquel cielo. No me acuerdo qué secretos escondía, tal vez porque no entré  más de dos veces  pero su geografía general  la constituían dos camas, un ventilador que no soplaba y un pequeño televisor que se sintonizaba con el pasado.  Toda esta parte estaba cubierta por las tejas que la protegían por la noche pero durante el día la torturaban por todo el calor que recibían. Cuando llovía parecía que el techo se rompía y que con un solo trueno la casa se venía abajo pero así como mi bisabuela, la casa que se veía tan vieja y  a punto de quebrarse por fuera, por dentro tenía el corazón latiendo con fuerza y sus raíces se agarraban a la vida.

Después seguía el patio que incluía la cocina, el comedor  y la selva misma.  La cocina  era un templo donde yo no podía ser recibida, sólo podía observarla desde el comedor mientras que los mosquitos esperaban como yo el manjar. Todas las veces que almorzábamos en su casa el menú era pescado y era ella la que se lo comía entero sin cubiertos, con delicadeza lo desmenuzaba y lo acompañaba con la fariña que nunca le podía faltar.  Pero lo que hacía aquella casa tan grande para mí era la selva que se extendía, que no conocía fin. Miraba siempre con miedo a esos árboles y creo que nunca me acerqué por el temor a que las ramas me agarraran sin jamás dejarme ir. Sin embargo esa selva que existía en mi cabeza no era más que un montón de arbustos y uno o tres árboles de plátano y papayuela.
 La morada que albergó a mi bisabuela nunca más la volví a ver pero en mi memoria esa vieja que siempre estuvo lucida, que durante noventa y ocho años fue testigo que la vida alcanza y que al final ya es muy larga se sigue moviendo descalza entre ese pequeño edén. La veo perdiéndose en esa selva que yo algún día me atreveré a cruzar. 


Ejercicio de Especie de Espacios. ( Relato tan verídico como suele ser siempre la memoria) 


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