Mi bisabuela, la señora Antonia, que solo tenía años en la casa se
paseaba descalza por su pequeño reino. La primera vez que fui a verla mis ojos
nunca habían presenciado a la vejez y me sorprendió que caminara con la
vitalidad de mi niñez. Aquí vivía con el único hijo que no había sido capaz de
dejarla mientras que los otros siete ya
habían esparcido sus raíces tanto, que un montón de niños extraños para ella la
llamaban hasta tatarabuela. A mí me recibió con su sonrisa milenaria y sus ojos
que ya miraban más allá que acá, me invitaron a abrazarla.
Sé que su casa no era tan grande como la recuerdo pero cuando la
visité, me pareció que era el laberinto donde el tiempo se perdía para hacerse
eterno. Y así como solo iba de la puerta al corredor que la llevaba en cinco
pasos al patio, para mí la casa se extendía por toda Leticia. Durante el tiempo
que vivimos aquí su casa era paso obligado. Cada vez que la visitábamos la
encontrábamos en la mecedora que rozaba ya la calle y entre sus manos siempre
sostenía hilo y aguja con los que pasaba horas y horas tejiendo. Ahora que mi
memoria la ve sentada en el trono que era su mecedora pienso que lo que enserio
hacía era ir moviendo los hilos de nuestro presente, trenzando las vidas que
ella vio nacer.
![]() |
Henri Matisse- La Desserte Rouge |
Esa era la bienvenida a su casa, con la puerta siempre abierta y ella
en la entrada dispuesta a acoger a todo exiliado en su morada. Después se seguía
al pasillo que antes de llegar al patio, se desviaba a la única pieza que tenía
aquel cielo. No me acuerdo qué secretos escondía, tal vez porque no entré más de dos veces pero su geografía general la constituían dos camas, un ventilador que
no soplaba y un pequeño televisor que se sintonizaba con el pasado. Toda esta parte estaba cubierta por las tejas
que la protegían por la noche pero durante el día la torturaban por todo el
calor que recibían. Cuando llovía parecía que el techo se rompía y que con un
solo trueno la casa se venía abajo pero así como mi bisabuela, la casa que se
veía tan vieja y a punto de quebrarse
por fuera, por dentro tenía el corazón latiendo con fuerza y sus raíces se
agarraban a la vida.
Después seguía el patio que incluía la cocina, el comedor y la selva misma. La cocina
era un templo donde yo no podía ser recibida, sólo podía observarla
desde el comedor mientras que los mosquitos esperaban como yo el manjar. Todas
las veces que almorzábamos en su casa el menú era pescado y era ella la que se
lo comía entero sin cubiertos, con delicadeza lo desmenuzaba y lo acompañaba
con la fariña que nunca le podía faltar. Pero lo que hacía aquella casa tan grande para
mí era la selva que se extendía, que no conocía fin. Miraba siempre con miedo a
esos árboles y creo que nunca me acerqué por el temor a que las ramas me
agarraran sin jamás dejarme ir. Sin embargo esa selva que existía en mi cabeza
no era más que un montón de arbustos y uno o tres árboles de plátano y
papayuela.
Ejercicio de Especie de Espacios. ( Relato tan verídico como suele ser siempre la memoria)
No hay comentarios:
Publicar un comentario