martes, 20 de marzo de 2018

Los últimos días de invierno

Eugène Atget. Le Panthéon

Estábamos en Marzo. Era el 15 de Marzo para ser más exactos, me acuerdo de la fecha exacta porque cuando nos conocimos el día de mi cumpleaños. Obvio este detalle nunca lo llego a saber.  En aquel momento le decía adiós a mis veinte años y entraba con un gran miedo al tercer piso de mi vida; ya podía sentir como la muerte comenzaba a montarse sobre mis hombros. Siempre creí que iba a morir joven a causa de un cáncer incurable pero aquí todavía sigo. Veinte años después me sigo acordando de todo: de su sonrisa, de cómo era falsa al principio pero poco a poco se transformaba en una verdadera. Abría su boca mostrando cada perla, se tenía sólo que esperar unos segundos para que el misterio que escondía entre su boca fuera revelado.
La conocí una tarde cerca de la plaza del Panteón. Yo salía de la Saint Geneviève y aún seguía nevando, cosa extraña porque nos acercábamos cada vez más a la primavera. Ella estaba sentada al otro lado de la calle. La vi prendiéndose un cigarrillo mientras que miraba pasar la gente, como si buscara un rostro en específico, como si estuviera esperando a alguien, a un amigo, a un amante, o por qué no, a mí. En esa época siempre llevaba conmigo mi cámara, a pesar de todo era ese mi trabajo aunque no ganara mucha plata. Me fui acercando poco a poco hacia ella sin que me notara. La nieve no parecía molestarla. Esa clase de días grises le gustaban, me dijo esa misma tarde, según ella así la ciudad se acordaba más con su carácter melancólico de naturaleza. Me acerqué aún más y sin pedirle permiso le tomé varias fotos. Su mirada en el vacío, el cigarrillo en su boca, ella siempre en ella, sumergida en su mundo. Cuando se dio cuenta de mi presencia me preguntó si le podía entregar las fotos, mañana vendría a ese mismo lugar, a la misma hora para recogerlas. Me dijo que le daba curiosidad ver cuál sería el resultado diciéndome “Aunque sé muy bien cómo saldré, voy a aparecer como un fantasma” Yo sin más acepté sin preguntarle cuál era su nombre, su edad, qué hacía en la vida, qué hacía bajo la nieve un 15 de Marzo, el día de mi cumpleaños. Después sin más se despidió, la seguí con mi mirada hasta que su figura se disipó en la distancia. La plaza estaba vacía y de repente, de un solo tiro sentí cómo la soledad caía sobre mí.

Como no tenía nada más que hacer esa tarde fui de regreso a casa. Vivía en la calle 47 rue de Vaugirard. Aquí había construido mi pequeño cuarto oscuro, mi laboratorio donde el tiempo no podía entrar, ni la vida ni la muerte a decir verdad. En el rollo había cinco negativos de la desconocida. Se veía a una joven con el cabello corto, sentada con un abrigo largo que ocultaba su figura y una sonrisa de mona lisa. Cuando las fotos estuvieron listas me di cuenta que en las cinco fotos que le había tomado su rostro  salía borroso. Su mirada se perdía aún más, sus rasgos finos no se podían determinar con precisión. Pensé entonces que tal vez había sido un error de mi parte ¿Tal vez había dejado entrar un poco de luz? Debía de ser eso. Repetí el mismo procedimiento, esta vez solo dos negativos esperando volver a ver su rostro pero las fotos reveladas seguían mostrándola borrosa, difusa. De todo el tiempo que venía trabajando era la primera vez que me sucedía algo parecido pero me culpé a mí y a mis cualidades como fotógrafo sin dejar de sorprenderme cómo había sabido de antemano el resultado “Voy a aparecer como un fantasma”. Al otro día me levanté a las once de la mañana como de costumbre y durante todo el día no hice más que mirar el reloj esperando la hora de nuestra cita. Llegué al panteón a las cuatro de la tarde y ella ya estaba ahí, esta vez esperando por mí.
Debía de darme vergüenza aparecer con unas fotos mal tomadas pero era también mi oportunidad para volver a verla. Le expliqué que todo había sido mi culpa y le propuse tomarle más fotos con la promesa que esta vez sí la enfocaría bien. Aceptó sin mucho entusiasmo, diciéndome que ya estaba acostumbrada. Según ella la culpa no era mía ni de la cámara, la culpa era de ella y de su “aura fantasmal”. Con una voz que me llegaba como un suave y pausado susurro me confesó que toda su existencia estaba condenada al olvido pero yo estaba decidido a demostrarle lo contrario. Esa tarde le tomaría más tomas y al día siguiente vendría para mostrarle que todo había sido a causa de un mal enfoque. Aceptó sin más reproches y poco a poco durante todo ese día fue dejándome entrever en sus misterios. Anastasia, nombre que casi no me suelta, venia de muy lejos. Nunca precisó de qué tan lejos pero en su acento se podía ver que su lengua materna era el español. Con el tiempo me convencí que debía de venir del sur, de la Patagonia, de un pequeño fin del mundo. Vivía en Paris hacía más de cuatro años, vino arrastrada por el sueño de convertirse en actriz pero en realidad nunca había tenido mucho talento. Cuando se subía al escenario y sentía la luz encima, su cuerpo la traicionaba. Podía ver cómo se iba poco a poco desapareciendo, se volvía inmóvil  y era incapaz de recordar su diálogo.  Es una pena, me dijo, ahora sólo actúo en la vida cotidiana. Aquí entre tú y yo estás presenciando mi mejor acto. Me reí y fue ahí donde me entregó su sonrisa, la primera y a decir verdad la única verdadera. Tuve muchas ganas de besarla y en un impulso me acerqué a su boca. Elle me esquivó y me invitó a caminar hacia su lugar favorito, el jardín de Luxemburgo.
Eugène Atget- Le jardin du Luxembourg

Eran los últimos días de invierno y hacía un frío que te carcomía cada hueso. El jardín estaba casi vacío, sólo nosotros y la sombra de los árboles que se dibuja en el suelo. Hicimos una pequeña caminata alrededor del jardín y cuando llegamos a la fuente el portero nos gritó a la distancia que teníamos que irnos, iban a cerrar dentro de cinco minutos. Fue ahí entonces que la invité a mi casa, no vivía lejos y así le podría mostrar cómo su imagen se convertía en foto, en suvenir en mi pequeño laboratorio. Pero Anastasia enseguida rechazó mi idea, después de todo yo no era más que un desconocido para ella. Lo que me propuso fue de encontrarnos al día siguiente en nuestro lugar de encuentro a la misma hora, ella tenía que irse pero me dijo que seguro vendría a ver las nuevas fotos que habíamos tomado hoy. La vi irse y le tomé una última foto de espaldas, Se iba y su reflejo se desvanecía de nuevo.  
Llegué a mi casa arrastrado por el misterio y la curiosidad de ver cómo salían estas fotos después de reveladas. Para mi sorpresa el resultado había sido el mismo que la vez pasada, salvo la última foto donde se le veía de espaldas. Las de primer plano no dejaban ver a Anastasia pero sí un fantasma, una sombra borrosa. Estaba triste y decepcionado de confirmar que Anastasia era invisible a la luz pero para mí, seguía siendo un misterio que quería seguir descubriendo. Al día siguiente fui a buscarla de nuevo al Panteón, la esperé una, dos, tres horas y nunca apareció. Las semanas siguientes hice el mismo recorrido que habíamos hecho juntos esa tarde, del Panteón al jardín de Luxemburgo sin encontrar rastros de ella. Puede ser que esta historia sea mentira, que Anastasia no haya sido más que un sueño, un fantasma, un producto de mi soledad en aquellos fríos días pero aún veinte años después, así haya ya renunciado a la fotografía, a mi laboratorio, a toda esa vida del pasado, me pasa que la sigo buscando. Hay días que aún la espero al frente del panteón.

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