En mi niñez siempre me vi
envuelta en viajes repentinos, hilaba para después destejer todas las rutinas que
iba construyendo. Nunca llegué a acostumbrarme a ese ir y venir, es más, le
tenía envidia a las cosas que permanecían quietas en su lugar mientras que
nosotros nos movíamos acelerados. Me
gustaba imaginar que sucedía lo contrario, que mi familia y yo éramos un centro
estático mientras que las cosas iban girando alrededor nuestro. Que por una
sola vez nos quedábamos quietos, estables.
Ese sentimiento se hizo más
fuerte cuando tuvimos que irnos de ese pequeño paraíso. Es cierto que antes de
llegar por mi cabeza pasaba la imagen de una selva inmensa. Estaba segura que tendríamos que dormir en árboles y que por
mascotas no habrían perros ni gatos sino boas abrazándonos hasta la muerte. Pero
era un pueblo pequeño, tanto que todos los pájaros que salían a las seis de la
tarde la encerraban y la arrullaban toda entre sus alas. Para mí era el mejor
espectáculo y la mejor hora del día, la que anunciaba que podía ir a visitar a Susana, la vieja que vivía desde que el mundo
era joven.
Vivía a doscientos pasos de mi
casa, los contaba con ansias y cuando la veía ya sentada en la mecedora que
daba a la calle me apresuraba aún más mientras que mi corazón se aceleraba.
Susana tenía el pelo largo, de un color gris como el de los diamantes. Su
sonrisa milenaria iluminaba nuestro encuentro y cuando empezaba a hablarme, su
voz nítida la elevaban. Me acuerdo mucho
de sus piernas porque estaban cubiertas por pequeñas venas que las recorrían
como ríos, y sobre todo, de sus manos que cargaban con todos sus años. Eran
largas, delgadas y siempre olían a dulce de castaña. Nunca conocí a nadie que
viviera con Susana pero de alguna manera todos los del pueblo habitaban en
ella.
Era solo al canto de los pájaros
donde podía ir a visitarla, era su única regla y yo la respetaba así mi
curiosidad de niña me carcomiera. Me sentaba al lado de ella mientras la escuchaba
y dejaba que me tomara de la mano, me llevaba a sus historias donde la
protagonista siempre tenía su nombre.
De hecho, nunca narraba en
tercera persona y se daba el pleno gusto de hacer y deshacer el mundo como
quería. Pero en esa constante construcción llegaba la hora que tanto Susana
como yo odiábamos, sé que si no hubiese sido por mi mamá que entraba con su
afán de realidad, ambas nos hubiésemos quedado viviendo un buen rato en esos
cuentos que nunca tenían un final.
La verdad no recuerdo haber tenido
más amigos sino ella, los niños de mi edad no tenían nada que ofrecerme a
comparación de la sabiduría que sin saberlo, Susana me impartía. Aún me gusta
pensar que me contaba sus historias porque nadie más estaba dispuesto a
escuchar y una niñita curiosa parecía el mejor público.
Cuando estábamos por fin
quedándonos un poco inmóviles mis papás habían decidido que era tiempo de irse,
de serle extraña a un mundo que me estaba abriendo sus brazos, que me aceptaba
en forma de la vieja Susana. Pero ya no había nada más que hacer. Intenté
esconderme en ella y salí corriendo a buscarla, sin importar que los pájaros no
estuviesen en el cielo, rompiendo las reglas de nuestro encuentro. Me acuerdo
que corrí con mucha fuerza esperando de alguna forma que al moverme alcanzara
la quietud de los objetos, que lograra quedarme en alguna de las tantas
historias de la vieja que vio al mundo nacer.
Pero al llegar, Susana no estaba
en su pedestal. No había rastros de la mecedora ni de ninguno de los objetos
que pertenecían a nuestro pequeño ritual, y que representaban para mí seguridad,
un escape en el tiempo. Sin embargo, decidí tocar la puerta, sin estar consciente que lo que pedía no era ver a
Susana sino a la imaginación. Vi que la puerta poco a poco se fue abriendo y me
mostró a una Susana sin edad, que se movía sigilosa e intrépida entre el paso
de la historia. Estaba tan ocupada viviendo la aventura que me contaría en la
noche que ni siquiera se dio cuenta de mi llegada.
Esta vez Susana era la india más
hermosa que la tierra había cosechado, era la selva misma y sus ojos reflejaban
la noche que hacía perder a los invasores dentro de su infinito cuerpo. Sentí
la brisa, el frío de lo desconocido que asustan tanto a todos, pero yo estaba
quieta, por fin quieta viendo a la imaginación funcionar. Mis ojos seguían a
Susana que estaba en el centro de todo y de todos. Varios le hacían trenzas en
sus cabellos largos y la llenaban de agasajos. La preparaban para mandarla a
los que sin permiso se habían metido en la selva destruyendo todo a su paso.
Hicieron de ella un caballo de Troya donde escondieron toda la furia de un
pueblo. Al llegar Susana, los que hablaban otra
lengua la colmaron de adjetivos que ella no entendía, al verla la tomaron por
el oro que había que explotar; se dejaron confundir y cayeron en un letargo. Ella encarnó su papel de heroína dejando salir
la ira de su pueblo y vi una vez más a Susana siendo la libertad, el ensueño,
la imaginación. Me emocioné tanto con lo
que me mostraba que intenté dejar de ser una espectadora, corrí a abrazarla y a
felicitarla pero al hacerlo la selva ya se había desvanecido. El cantar de los
pájaros nos acobijaba de nuevo y Susana me esperaba sobre su mecedora. Me contó
la historia de cómo dentro de su cuerpo escondió a todos los de su pueblo para
salvarse de ser domados por las armas de los hombres.
Cuando la hora del final de nuestro encuentro se fue acercando, lloré y un sentimiento de nostalgia invadió
todo mi cuerpo porque sabía que no la iba a ver jamás. Me refugié entre sus brazos, queriendo que
nunca nos moviéramos. Le dije que ya nunca más escucharía sus historias, que
ella no tendría nadie más a quién contárselas y volví a estremecerme entre sus piernas. Pero entonces con sus manos llenas de edad cogió mi rostro y me
contó que me podía ir, que podía estar en cualquier lugar, espacio, tiempo y a la misma vez estar con ella. Me dijo que la vida
pasa rápida pero que podemos hacerla eterna en la memoria, me habló de la
imaginación y su poder de hacer vivir. Me dio el secreto para estar en todos los lados aun estando quieta, inmóvil.