Las palabras tienen el poder de evocar la memoria y hacer de la
distancia algo más soportable. Es así que las palabras acortan distancias entre
diferentes continentes, entre la vida y la muerte. A la misma vez son ellas las
que me recuerdan una irrevocable verdad: el presente sólo nos pertenece por un
segundo mientras que el tiempo pasado se acumula en los recuerdos, en los
trazos de lo que vamos dejando atrás.
Ahora, este presente me obliga a hablar en pasado de
una mujer mágica, con ojos de oráculos y manos curadoras. Con caderas que
cargaron nueve vidas, con pies de caminante que pisaron selva y asfalto. Así
estaba hecho el cuerpo de mi abuelita, santuario de vida e infinidad. Y los
recuerdos y todo lo que su vida nos dejó son las pruebas más grandes de su
magia.
Mi abuelita, la
pobre viejecita, no vivía de apariencias ni de cosas materiales. Sus nueve
hijos, sus nietos y sus bisnietos la llenaban de regalos para su cumpleaños o
en navidad y cada regalo se iba acumulando en sus cajones. Ella prefería ponerse
sus viejos sacos y sus viejas sandalias porque no necesitaba más, siempre iba
vestida del mejor traje: un alma milenaria llena de cariño y alegría que nos
envolvía a todos. Por las mañanas, sus desayunos eran manjares de reyes: desde
calentado hasta pescado, plátano y fariña que sabían mucho mejor con la mano.
Su mesa se convertía entonces en refugio soñado de todo peregrino, la puerta de su casa siempre permanecía
abierta y los muebles de la sala nunca parecían ser suficientes para dar acojo
a todos lo que venían a visitarla.
Mi abuelita tenía un ojo mirando atrás, siempre tenía
una historia de lo todo lo que había visto, por todo lo que había tenido que
pasar. Abandonó la selva que la había visto nacer para ir a la ciudad y darle
una mejor vida a sus hijos. A cada uno sacó adelante y gracias a ella, hoy
otros tantos árboles de vida se sostienen. Y el otro ojo lo tenía mirando hacia
adelante, hacía el futuro. Tenía el mágico poder de ver lo que nadie más podía
y disfrazaba su poder con la excusa de leer el chocolate. Así en una taza de
chocolate se empezaba a grabar la incertitud del futuro y la confirmación de lo
ya vivido. La última vez que me leyó el chocolate ambos recordamos lo que había
tenido que vivir. Durante la madrugada, cuando la noche todavía está lejos del
sol, yo manejaba entre pueblos fantasmas para llegar a la estación de tren más
cercana. Era un recorrido que pensaba que hacía sola pero cuando ella me leyó
el chocolate y empezó a describir el mismo paisaje desolado de la carretera y cómo
los trenes que pasaban rompían el silencio me di cuenta que ella iba conmigo,
sentada a mi derecha y mostrándome el camino.
Si ahora tengo que hablar de mi abuelita en pasado, no
es más que por una formalidad lingüística porque siento que ella está conmigo
en París y está también con toda mi familia en Bogotá y en Leticia. Ahora no me
queda más que darle infinitas gracias por haber alimentado mi imaginación con
tantas historias y darme siempre el cariño más puro y la tranquilidad que
siempre encontraba entre sus brazos. Su vida dio tantos frutos que muchos hoy
guardan un pedacito de ella en sus recuerdos y así no haya nada después de la
muerte, o si otra vida se esconde detrás de esta, aquí María Corina sigue con
nosotros.
Como la cigarra. esa canción.
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