domingo, 27 de diciembre de 2020

Inundación


Noé León- Pueblito a la orilla del río 


Jairo había nacido en Leticia y había aprendido desde el vientre de su madre a conocer el vasto y furioso caudal de río. Aprendió a los tres años a subirse a la canoa de su papá sin ayuda de nadie, y desde ahí, firmó un pacto entre él y la navegación. A los cinco aprendió a sostener el remo firme, a pesar que aquel palo midiera cuatro veces su tamaño. Con el paso del tiempo y los avances que llegaban tarde al pueblo, pero llegaban, se entristeció al ver que el motor usado y viejo que había comprado su padre iba a remplazar sus rápidos brazos. Entendió que frente a aquel motor que rugía no podía competir así que decidió domarlo y adentrarse más en el estómago del río. 

 Cuando tenía quince años, sus padres se habían entregado a la vejez sin haber cumplido los cincuenta años y decidió entonces tomar el trabajo por completo de su padre. Jairo era entonces el encargado de llevar víveres y gasolina a los soldados que cuidaban las tres fronteras y a otros blancos que vivían con miedo de la selva. Pasaba sus días entre Ronda, la chorrera, Puerto Nariño y Leticia. Salía a las 6 de la mañana y regresaba ya entrada la noche. Al dormir, soñaba que seguía subiendo y bajando las oscuras y violentas aguas del Amazonas. Así su cuerpo y mente nunca dejaban de habitar el río; aunque no conocía otra realidad más allá de ese caudal, estaba seguro que vivía la mejor vida que podría tener. 

 A los veintiocho años Jairo se había acostumbrado a vivir una vida simple ante los ojos de los demás, pero para él, era una vida que se multiplicaba con cada viaje. Sus padres habían muerto y la única herencia que le habían dejado era la vieja canoa, el bote con el que trabajaba y una casa de madera que venía cayéndose a pedazos con cada nueva tormenta. Vivía así en una completa soledad donde el silencio gobernaba el paso de los días. 

 Iba pocas veces a Leticia durante los fines de semana. Esa pequeña ciudad se había vuelto para él en un caos bullicioso, en una babilonia que lo rechazaba. Para escapar de la ciudad y de las horas muertas, durante sus días libres Jairo había cogido la costumbre de adentrarse de nuevo al rio, cada vez mas profundo. Su objetivo era conocer cada centímetro del caudal, pescar y probar cada especie de pez que habitaba en el río, conquistar cada isla y frontera desconocida. Salía a las seis de la mañana, cuando el sol ya parecía haber llegado a la mitad de su camino. Para soportar esas largas jornadas de exploración llevaba: una red para pescar, un viejo envase de agua, fósforos y un cuchillo para asar los pescados y fariña para acompañarlo. Sin más se iba en la vieja canoa que aprendió a manejar desde pequeño y no volvía hasta pasadas las ocho de la noche. En sus mejores días de pesca se daba el manjar de asarse un pirarucú, pero se conformaba cuando sólo encontraba un bocachico o un bagre. Después de comer, cogía de nuevo su canoa y se acostaba en ella dejándose mecer por la corriente del río. Cuando se levantaba, le tomaba sólo un minuto saber en dónde se encontraba con tan sólo mirar a su alrededor. 

 Con el paso del tiempo, a pesar del gran gusto que le causaba sus expediciones, Jairo se había adentrado de nuevo en una monotonía extrema. Para hacer sus viajes en el rio más interesantes se había propuesto de pescar una piraña, el único pez que no había podido atrapar durante los últimos cinco años. Se había vuelto su obsesión, de día y de noche no hacía más que idear un plan para pescar a la ágil bestia del rio amazonas. Imaginaba el momento en que la atraparía, sacaría su malla con mucho cuidado y encontraría la piraña enredada, sin salida de escape. La miraría a los ojos, contemplando su piel grasosa y contaría cada diente de su sonrisa. No sería capaz de matarla para comérsela, la guardaría para disecarla y conservarla como uno más de sus tesoros. Pero por más planes que inventara, las pirañas seguían siendo siempre más ágiles que él. Con cada nuevo fracaso acumulado, la obsesión de Jairo crecía cada vez más. Se había vuelto una persona taciturna, de pocas palabras, con la cabeza siempre cabizbaja, maquinando nuevas formas de atrapar al pez-monstruo. Seguía haciendo su trabajo, pero las personas a su alrededor lo notaban más ausente que de costumbre, con un aspecto cada vez más famélico, como si se hubiera olvidado de su propio cuerpo. 

 Jairo, cansado también de su propio fracaso, había decidido un día de no dejar el río hasta pescar la piraña de sus sueños. Llegado el sábado, salió muy temprano de su casa y se adentro de nuevo al rio con la certeza de que esta vez sí la atraparía. Pero el día pasó sin que en su red cayera su trofeo. Jairo, fiel a su promesa, no regresó a su casa entrada la noche, se había jurado no volver a casa sin atraparla y así lo haría. A pesar de conocer el rio de memoria, en la oscuridad se dio cuenta que su sabiduría no valía nada, estaba de frente a lo desconocido y ese sentimiento tan poco familiar en sus días, lo motivó a seguir con su búsqueda incesante. Aunque le eran inútiles entre tanta oscuridad, no cerró los ojos en toda la noche. Sin saber muy bien en dónde estaba, no se movió de su viaja canoa hasta que el sol comenzó a asomarse. Alrededor de las cinco de la mañana, Jairo recobró todas las fuerzas de un solo golpe cuando sintió que en su malla algo se movía. Por el peso que cargaba, un peso liviano comparado a los otros peces que solía pescar, podía ya imaginar que se trataba del pez más buscado. Sacó la malla fuera del río con toda la delicadeza dejando a un lado las ansias que lo carcomían. Desenvolvió al pez y lo primero que sus ojos vieron fueron las escamas plateadas y afiladas que lo amenazaban con cortarlo. Aun así, agarró a la pequeña piraña por la cola y la observó por todos los ángulos por más de un minuto. Silencio. Todo alrededor de Jairo era silencio, pero sus pensamientos lo aturdían. Estuvo cerca a dejar ir a su premio cuando sintió que la decepción empezaba a dominarlo, al ver a ese pez de talla insignificante se sintió ridículo. Su vida en el último año había girado en aquella piraña, y ahora que la había pescado, ¿qué más podía hacer? 

 Justo cuando estaba listo para dejarla ir, sin ni siquiera haberla descamado o admirado sus afilados dientes, Jairo escuchó que aquel pez lo llamaba por su nombre. Estoy loco, se dijo. Esto me pasa por obsesionarme, esto me pasa por mi soledad, se volvió a decir. La piraña lo tranquilizó y lo convenció de su cordura. Le dijo que tenía que darle un mensaje muy importante, que el había sido el elegido para salvar a su comunidad. Jairo, -dijo la piraña con un tono ceremonial, sublime- el rio amazonas se va a desbordar en dos semanas. Hay un diluvio que se acerca y el rio va a subir como jamás se ha visto. Jairo al escuchar aquellas palabras rompió su silencio y no hizo más que preguntarle qué podía hacer, qué debía hacer para salvar a la gente del rio. La piraña profeta que seguía en sus manos no respondió a su interrogatorio, ya estaba muerta. Jairo la sostuvo por un largo tiempo entre sus manos pensando en qué debería hacer, repitiéndose a sí mismo las palabras de la piraña como si fueran una oración: “el rio amazonas se va a desbordar en dos días. Hay un diluvio que se acerca y el rio va a subir como jamás se ha visto”. Envolvió el cuerpo de la piraña en una tela roja y sin pensarlo, se dirigió a Leticia. En ningún momento dudó de lo que había escuchado de aquellos dientes afilados de piraña. La piraña había ya sentado una sentencia y su obligación ahora era expandir la noticia por toda la ciudad.

De camino, pensó en su casa que no estaba segura a la deriva del rio, pensó en los comerciantes del puerto donde iba a buscar los víveres todas las mañanas, en la gente de Leticia y de las otras islas. Cuánto tiempo tendría, ¿qué tan cerca estaría aquel diluvio? Al llegar a Leticia, en medio del puerto, Jairo se paró y a todo pulmón se dirigió a todos los que estaban ahí presentes. Con el cuerpo de la piraña como prueba, Jairo repitió como un credo sagrado las palabras de esa pitonisa ya muerta: El rio amazonas se va a desbordar en dos semanas. Hay un diluvio que se acerca y el rio va a subir como jamás se ha visto. No me tienen que creer a mí, pero sí a esta piraña. Por esta misma boca me lo dijo, así tal cual. Corran a avisarle a los demás, a todos los que viven cerca del rio…EL RIO AMAZONAS SE VA A DESBORDAR EN DOS DÍAS, LA INUNDACIÓN SE ACERCA. 
Mientras más repetía su credo, Jairo entraba más y más en desesperación al ver la reacción de la gente. El que pensaba que venía a hacerles un favor, a salvarlos de la inundación se encontraba ahora de frente a un público que se burlaba de él. Sus gritos se fueron así perdiendo entre las risas, burlas e insultos de la gente y Jairo no tuvo otra solución que dar media vuelta hacia su canoa. Pensó en rendirse, pero se acordó de la gente para quien trabajaba, tenía también que avisarles o sino no se lo perdonaría. Pero para su sorpresa, la gente que pensaba más conocía, lo trataron de loco y le pidieron no volver más al trabajo. 

Al llegar a su casa, Jairo sintió que todo el peso del mundo estaba sobre sus hombros. No paraba de imaginar el rio desbordándose y todo el mal que esas aguas que tanto amaba podían causar, por su cabeza pasaba el dolor de todos aquellos que lo habían llamado loco. Dudó entonces de sus propios oídos y comenzó a creer que tal vez su imaginación lo había engañado. Después de todo, había pasado todo el día bajo el sol sin casi tragar bocado…sin más se acostó a dormir esperando que al día siguiente se sintiera mejor y de nuevo “en razón”. 

Despertó cuando sintió unas gotas en su cuerpo, gotas que venían a revivirlo de ese silencio oscuro del dormir sin sueños, parecido tanto a la muerte. El agua se había entrado por entre las tejas. Se asomó un momento y vio que la lluvia no daba tregua, sonaba furiosa y vengadora. Colocó algunas ollas debajo de las goteras, pero después de un tiempo se dio cuenta que era inútil, el agua no paraba de caer. Y fue apenas ahí que se acordó de la sentencia fatal de la piraña: “el rio amazonas se va a desbordar en dos días. Hay un diluvio que se acerca y el rio va a subir como jamás se ha visto”. En aquellas gotas que caían decididas a romper el techo y llevarse todo lo que tenía en esta tierra encontró descanso, sabía que después de todo no estaba loco. Se recostó de nuevo sin importarle ya que las gotas lo mojaran. Una gota y la lluvia, dos gotas y la tormenta, tres gotas y la inundación. 

 Jairo cerró los ojos y se dejó arrullar por el agua que caía. Pensó que la lluvia que lo llevaría terminaría también en el río que era en realidad su única familia. Se dejó, poco a poco, caer de nuevo en esa calma muerte que le regalaba la inundación mientras que todo a su alrededor se consumía por el agua.