miércoles, 29 de enero de 2020

En defensa propia

Compartment c car 293- Hopper

El silencio que dice mi boca 
es un insulto para los que gritan,
rodeada de barullos y caos, 
me pregunto si soy yo la equivocada. 

Y no hablo porque la palabra pesa 
y en el reposo del silencio 
todo ya se ha dicho.
Aun así, mi silencio aterra.

Mi timidez, cárcel y disfraz, 
que aún así consiento.
Mi soledad, espada y armadura, 
que aún así me obstino a hacerla mía.

Y frente a mí, una mirada inquisidora 
que me apunta y me pregunta
tratando de descubrir en una sola noche
mis secretos, mis amores, todos mis miedos.

Y entonces es así que vuelvo  
de nuevo, siempre, al silencio
que me pregunta sin buscar respuestas,
que me seduce por su infinito misterio.

sábado, 11 de enero de 2020

Desayuno




Esa mañana me había levantando con ganas de desayunar una película de otro tiempo, de otra época más feliz de la que vivía. Salí de mi casa y afuera ya el frio de Enero comenzaba a entrar en cada poro de mi cuerpo, y aun así, en vez de coger el metro, decidí ir caminando hasta la filmoteca. Caminé por el boulevard Montparnasse donde los cafés apenas abrían sus puertas, atravesé el jardín de Luxemburgo donde las estatuas parecían seguir durmiendo y llegué justo a tiempo para ver una de mis favoritas de Truffaut, los 400 golpes. 

Al entrar, me di cuenta que había ya alguien más sentado en el centro de la sala. Intenté no hacer ruido y sentarme al fondo, pero él ya había sentido mi presencia. Las luces todavía no estaban apagadas así que pude detallar bien su rostro: de unos treinta años, pelo castaño corto, gafas y una sonrisa tímida que me dio- de seguro también sorprendido de ver que alguien entrara tan temprano a una película-. 

Es de mi naturaleza fantasear con desconocidos, inventarme sus pasados y en mis momentos de soledad, incluirme por lo menos por un breve momento en sus vidas y con él no fue la excepción. Le inventé un nombre y lo bauticé Frédéric. Me imaginé que me acercaba a hablarle y a invitarlo a tomar un café. Él, claro, aceptaba y me contaba un poco de su vida, pero hablaríamos más sobre Truffaut y cómo su cine era mejor que el de Godard. Después de nuestro café lo acompañaba a coger un bus hacía su casa que quedaba al frente del parque Buttes-Chaumont, no estaba dentro de mis planes acompañarlo, pero en un último momento me convencía y nos íbamos de nuevo juntos como dos extraños que se habían escogido entre el mar de soledades.

Al entrar a su pequeño estudio lo primero que nos recibía era una vista al parque desde lo alto. Le decía que aquel parque era el de todos los amantes de Paris. Él entonces se acercaba a la ventana junto a mí y sin decir nada más, nos besábamos ignorando que esto era lo que ambos habíamos venido a buscar. Sin ningún preámbulo, nos acostábamos tratando de nuevo de abatir esa frontera de extraños, su piel y su olor estaban ya tan en mi que, aunque nos olvidáramos al día siguiente, lo reconocería de lejos. En ese placer infinito de las simples cosas, nos quedábamos desnudos toda la tarde, fumando, hablando de nuestros sueños ya idos y sin hacernos promesas de otros días. 

En un intento de descifrar quién era Frédéric, miraba con atención cada objeto que rodeaba su casa. Muchos libros y discos, todo en un orden sagrado. En una de sus paredes un cuadro de un poster de Antonioni colgaba, Blow Up. Me podía ver desnuda en aquel reflejo, fotografiada, expuesta como las de la película. Le contaba entonces sobre Cortázar y como él había escrito el cuento inspirado en el guión de Blow UP. Un cuento mucho más terrorifico y macabro que Antonioni no había podido igualar. Le hice entonces la vaga promesa de volver y regalarle el libro que guardaba en mi casa donde el cuento “Las babas del diablo” estaba. 

Al finalizar la película aquel extraño ya conocido para mí volvió a darme una sonrisa y salió antes de mi. Sin más, fui al café de al frente, ordené un café y me senté a esperar, de nuevo sola.