domingo, 29 de septiembre de 2019

Los testigos de la muerte

Francis Bacon

Miro el reloj y como siempre viene tarde. Pero en mí la espera se mueve en otra lógica. Nunca rosa con el desespero ni la rabia. Para mí la espera ya no es un tiempo muerto. Antes la saboreo imaginándome su lento y distraído caminar. Falta poco para nuestro mejor momento del día, así que no debe tardar. Quedamos de encontrarnos en el mismo lugar de siempre, donde nos conocimos hace ya más de tres meses. Es un rincón junto al río donde se contempla el atardecer cayendo sobre el inmenso domo de la basílica. 
¿Tienes fuego? Me dijo de una en español, adivinando que era extranjera, viajera en tierras ajenas. Se prendió el cigarrillo y Pablo empezó así, en cada encuentro junto al río, a revelarme un pedazo de su vida y yo armando su rompecabezas. De Valparaíso me vine a hacer un intercambio de seis meses pero ya llevo aquí cuatro años. Y ¿sabes qué? Cada día esta ciudad crece un centímetro más. Tú crees que ya te la sabes toda, que ya la dominas pero después ella viene por detrás y te susurra bien despacio “No te dejes engañar”. Y si Roma era ese monstruo desconocido para él, Pablo era para mí Roma, un territorio parcialmente conocido. 
Nunca me ha dicho su edad y a su favor tiene esos rostros sin años que bien podrían tener veintiséis o treinta y ocho. 
“¿Sabes que “persona” significa mascara? De verdad que todos no somos más que máscaras y ese mar de rostros desconocidos que cruzamos en el metro, en la calle, aquí entre tú y yo son sólo la superficie de algo más profundo que la piel.”
 No es que yo me acuerde de todo lo que Pablo me dice sino que todo lo tengo escrito. 
Había creado la costumbre de tomarle una foto cada vez que nos encontrábamos, en cada foto siempre se ve el río de fondo y el atardecer a punto de caer. Detrás de ellas voy recolectando los pequeños misterios que me revelaba sin querer, así que de Pablo tengo ya cuarenta y cinco fotos, cuarenta y cinco misterios descubiertos. Mi favorita hasta ahora es la primera que le tomé cuando nos conocimos. ¿Te molesta si te hago una foto? Así con el atardecer detrás. Y escondiendo una sonrisa que después de cinco fotos aceptó darme se ve a Pablo feliz. Después de tomarnos un par de cervezas me invitó a su casa y accedí. Nos acabábamos de conocer pero yo ya lo sentía cerca. Tal vez fue porque mi soledad ya llevaba un tiempo pesándome en el alma y él estaba ahí, sin pedirme nada, listo a escuchar mis silencios. 
Pablo vive en Monti, cerca de la estación Cavour. Vive en un apartamento que comparte con otros latinoamericanos. Así conocí a Marcos, un peruano que es chef. A Helena, otra chilena que andaba haciendo un master en arquitectura pero nada que acaba con la tesis que empezó hace dos años. Y a Víctor Hugo, el gato poeta que se les había entrado al apartamento y ninguno lo pudo volver a sacar. Todos se habían conocido en el bar donde trabaja Pablo,  él es entonces el punto de unión entre todos, aquel que había construido esa pequeña américa latina. 
Miro el reloj y ya viene más tarde de lo normal. Me empiezo a preocupar y lo busco entre el mar de turistas que se posan en el puente y así trate de ver la sonrisa de pablo anunciandome su llegada no veo más que extraños. Llamo al bar y me dicen que se ha ido ya hace una hora. No tengo más remedio que esperarlo y desear que el atardecer no se nos escape. 
No sé si han pasado quince minutos o una hora pero de lejos lo veo venir. Pablo no me busca porque sabe bien que estoy aquí esperándolo.  No me busca y será porque nunca me ha perdido. Yo en cambio, busco su mirada y vigilo sus pasos que se dirigen hacía el puente donde estoy, pero pronto veo cómo se va alejando. Sigue derecho hacía el otro puente justo enfrente. El sol da sus últimos adioses y Pablo aún sigue sin reconocerme. Lo llamo una, dos, tres veces. Pablo, Paablo, PA     BLO  y mi voz se va perdiendo entre toda la gente que pasa. 
Pablo sigue sin verme y mientras corro donde está lo veo subirse sobre el muro del puente. Mi grito llega tarde y se confunde con su rápida caida. Su cuerpo rompe con el agua. Todo se detiene. 
Escucho gente que se une a mis gritos y otros pidiendo ayuda. Me dirijo sin pensarlo abajo del puente tratando de seguir su cuerpo que se va flotando, uniendose a la comunión del rio y el misterio. Corro mientras toda la gente alredor hace lo mismo, tratando de caputar su cuerpo consumido ya por el Tivere. Continuo corriendo siguiendo la dirección del agua, tratando de conseguir algún rastro de su sombra pero es imposible. La policia me detiene y me dice que es inútil seguir corriendo. Extraños me abrazan y entiendo que los vivos frente a la muerte no son más que inutiles testigos.