martes, 12 de julio de 2016

Geografia II

Paris par la fenêtre- Chagall


Todo lo que me rodea y gritos de cuervos
Como la bulla silenciosa de la angustia,
Como ecos que retumban en mi cuerpo:
Cerrado, en ocho, dos círculos y  laberinto.

Todo lo que me rodea y la amenaza creciente del rio,
Como un barullo salvaje que se anuncia en cada calle.
La ciudad apaga sus luces escondiéndose del cielo,
Una gota y la lluvia. Dos gotas y  tormenta.

Todo lo que me rodea y el pulso del sexo adormecido
Como una mirada entre viejos amantes, resurrección de la  carne.
El fuego va derritiendo el castillo del país de nieve
Y una caricia a medio hacer queda escrita en mi piel.

Todo lo que me rodea y  el silencio suspendido
como la distancia que separa el extraño del amigo.
Yo y todas las palabras cautivas en mi lengua me condenan 
a sentencia, irrevocable desazón del tiempo ido. 


domingo, 3 de julio de 2016

La enfermedad

Friso de Beethoven- Gustave Klimt

Hace ya dos días que Eduardo no se para de la cama. Su esposa, Doña Antonia, ya no sabe qué más hacer. Ayer Doña Antonia lo había esperado toda la tarde con la angustia en la garganta. Eduardo había salido a las siete de la mañana, como todos los días, con la canoa de madera que el mismo había construido.  Desde la ventana de la pequeña casa que venían compartiendo por más de cinco años lo despidió. Sacudió varias veces su mano derecha y lo encomendó a Dios porque no conocía a nadie más que hiciera ese trabajo. Cada mañana el espectáculo matutino era el mismo; le gustaba observar la orquesta que hacían todas las canoas de la vereda al salir de la orilla y cómo, poco a poco, cada una cogía su propio ritmo repartiéndose un fragmento del infinito rio.

La ausencia de la lluvia había hecho que el río se secara y la pesca descendiera, pero con la llegada de marzo las cosas parecían mejorar, excepto para Eduardo. Él no había vuelto con los demás a la hora del almuerzo, Doña Antonia se imaginó que la pesca había sido tan milagrosa que tuvo que quedarse pescando toda la tarde. Cuando Eduardo llegó lo primero que le preguntó fue por los benditos pescados.
-          ¿Y los pescados? ¿están en la canoa?
-          No, están todavía escondidos mija
-          ¿Y entonces? Yo lo he esperado todo el día aquí sentada  ¿y sabe de qué me di cuenta?  Los pescados se están escondiendo sólo de usted, a los vecinos no les pasa lo mismo. Mañana me va tocar ir a mí, sino nos vamos a morir de hambre.
-          Me voy a dormir- respondió Eduardo sin ganas ya de pelear.
-          ¿Y no va a almorzar?
-          No mija.

Eduardo fue a acostarse mientras que Antonia lo seguía como su fiel sombra llenándolo de reproches e insultos. No paraba de repetir “Si yo no me hubiese casado con un perezoso ya tendría casa, finca y hasta mozo. Pero qué se le puede pedir a usted que ni siquiera ha sido capaz de dejarme preñada… pero hasta mejor. Imagínese. Usted bien feo y yo bien boba” Pero ninguno de los reproches de Doña Antonia le llegaban,  Eduardo ya había empezado a soñar.

Hoy Doña Antonia se levantó a la misma hora de siempre. A las siete de la mañana el sol ya estaba bien despierto y el bochorno de la selva empezaba a levantarse. Se levantó y se asomó por la ventana viendo cómo la orquesta partía sin su marido. Después se dirigió a la cocina para ver qué podía inventarse para el desayuno, calentó la mitad del almuerzo que Eduardo había rechazado sin ganas la noche anterior y se sentó esperando a que Eduardo se parara de la cama, pero, pasada media hora él  no salía de su templo; Antonia, roja de la piedra, de un saltó llegó al único cuarto de la casa gritando:
-          -Si usted no se para de esa cama ya, nos vamos a poner todos a dormir ¿Pero sabe dónde? ¡¡EN EL INFIERNO!!

Pero Eduardo con los ojos bien cerrados, seguía sin escuchar nada. Viendo que sus palabras no le llegaban al pálido durmiente decidió esperar a que se levantara por su propia cuenta. Así tendría más tiempo para pensar en más insultos, le diría que hubiese sido mejor para ella de  casarse con el otro viejo que le habían escogido, le restregaría en la cara que sus hermanos vivían en Leticia en casas propias hechas en cemento mientras que la de ella ya se iba cayendo, pero esperó, esperó y la espera no hizo nada. A las doce de la mañana Doña Antonia estaba llena de reproches sin tener a quién decírselos. Entonces dejó de preparar su discurso y pasó a la acción, se abalanzó sobre el cuerpo del ausente y empezó a soplarle los odios, abrirle las pupilas, le movió la pierna derecha, después la izquierda, le levantó ambos brazos y nada hacía efecto. El cuerpo de Eduardo se había convertido en un títere de huesos. Una última solución se le vino a la cabeza, como última acción atravesó la vereda hasta llegar al borde del río, llenó una gran olleta de agua y bajo el sol, que a esa hora no conoce piedad, la arrastró hasta la casa.  En un último esfuerzo llegó al cuarto, la alzó y regó cada gota de agua esperando que así despertara, pero Eduardo con los ojos bien cerrados, seguía durmiendo.

Es aquí donde Antonia se da cuenta de una verdad que es cierta a medias. Eduardo no anda durmiendo. Eduardo anda muerto, entonces suelta un grito dejando escapar los reproches que había estado acumulando. El grito hace que toda la vereda deje de almorzar para ver de dónde proviene el alboroto y en un segundo, la casa que se caía a pedazos se hace tan grande que la vereda entera contempla al muerto dormir.

-          ¡Se ha muerto! Ya lleva un día entero que no se ha levantado. ¡Se me ha muerto! Ahora si no tengo nada ¡Nada!
-          Pero doña Antonia, ese no está muerto, mire no más cómo se le mueve la barriga y le tiemblan las pestañas –dijo el primero-
-          Pero si no se le mueve ni un pelo. Doña, es mejor que llame al padre, si quiere yo voy corriendito en la canoa y se lo traigo de Leticia.-dijo el segundo-
-          Qué padre ni qué nada. Quién dijo que se necesita un padre para enterrar un muerto -dijo un tercero que se ofrecía a enterrarlo con sus propias manos-
-           Doña Antonia, mire, mire, mire no más cómo se mueve- dijo el primero con un tono de superioridad al tener razón-
-          ¡Virgen santa! Pero sí está más vivo que la selva- dijo el segundo que seguía con la idea de traer al padre-

Doña Antonia y la vereda entera ven cómo cambia de costado para seguir durmiendo. Eduardo es incapaz de entenderlos, los berrinches de su esposa y los gritos de la vereda le llegan en vagos ecos que lo único que hacen es arrullarle más el sueño. Está en la lejanía de un universo que empieza y termina en cada borde de la cama hecha a puro palo sangre. Tampoco puede escuchar la sentencia que viene de pronunciar la vieja más vieja del pueblo. Al entrar lo mira tirado en la cama y dice que tiene la enfermedad, enfermedad que nadie conoce pero a la que todos temen. La misma vieja más vieja del pueblo se había encargado de sembrar la historia en la imaginación de todos repitiéndola como un sagrado credo.
-          No está muerto. Está soñando el sueño de la muerte, es esa la enfermedad. Y ustedes que nunca me han creído, cuántas veces no les he dicho que mis pa…
-          “Mis papás, mi marido y mis vecinos se han muerto de la enfermedad y yo no dormí por 3 semanas, yo me lo recuerdo”-dice en coro la vereda.
-          Doña, entonces es mejor traer al médico- dice el mismo que propuso traer el padre.
-          Vaya y llámelo pues. Rápido. En la cocina hay medio plato de pescado, es lo único que le puedo dar para pagarle.
-           ¿Pero yo qué les he dicho? La enfermedad no tiene cura. No se sabe por qué llega pero sí se sabe a dónde va y todos han terminado bien muertos.

Doña Antonia sabe que la vieja más vieja tiene razón pero prefiere creerla loca y manda a traer al médico. El viaje a Leticia siempre demora una hora pero sabe que tomará más tiempo mientras lo convencen de cruzar; ya nadie cruza de ese lado del rio, salvo para cobrar impuestos. Agradece a los cinco hombres que se ofrecen a buscar ayuda mientras que otras mujeres, menos creyentes en la ciencia, van preparando los ingredientes para traer este muerto a la vida.

Adentro, más allá de Doña Antonia, las mujeres y los hombres, la vereda y el fantasma de Leticia, Eduardo sueña selva. El aire cansado de tanto vaivén decide esconderse; ninguna hoja se mueve, solo aquellas que se rozan con el revolotear de los pájaros, con el pasar de los micos; la luz se pierde entre la copa de los árboles y Eduardo siente moverse entre sombras. Lleva caminando mucho tiempo con la esperanza de encontrar la vereda y ver a Doña Antonia en la entrada de su casa, pero sus pasos que ya han perdido el ritmo con el que venían lo han alejado del camino. Sus piernas le palpitan y sus pies le piden a gritos un descanso, entonces se detiene a respirar… Respira y se da cuenta que está lejos,  muy lejos, tan lejos que se siente cerca del corazón de la selva. La calma que todo lo cubre se transforma en tormenta y los latidos de la selva retumban como el rugido del jaguar. Empieza a sentir que las ramas de los árboles lo acechan, lo persiguen, lo van enlazando hasta sofocarlo.              

Afuera, el cuerpo de Eduardo que está cubierto de plantas y menjurjes empieza a sudar y a temblar. Doña Antonia, que hace más de dos horas que está en la ventana esperando al médico, lo escucha gemir y vuelve a arrodillarse junto a él. La vereda también se forma haciendo un círculo alrededor de la cama viendo cómo Eduardo empieza a sollozar, a gemir, a gritar. La vieja más vieja lo condena de nuevo diciendo que ya no hay nada más que hacer, pero la voz de la vereda la calla entonando el nombre de Eduardo con fuerza; esperan que en una de esas abra los ojos. Él, a lo lejos, escucha el murmullo de una voz que lo llama. Entonces responde al llamado pero le contesta el barullo de las hojas caídas que tocan un compás de muerte. Cree ver que el suelo se levanta arrastrándose poco a poco hacía él y entiende que debe correr.

Una anaconda se le acerca. 4 pasos que da y ella da 16. Corre y corre pero su cuerpo no puede seguir combatiendo con el infinito cuerpo de la serpiente. La vereda y Antonia, desde arriba continúan velando al que ya está muerto. Eduardo tiene la anaconda detrás besándole los pies y por escapar intenta treparse a un árbol. Quiere llegar a la copa, a lo más alto, a la vida pero sus pies no se despegan del suelo.  Arriba, los cinco hombres tocan puerto, sus rostros llevan la marca de la derrota; ni el doctor, ni el padre, ni el alcalde los habían escuchado. En silencio, se unen a la vereda y lo único que se escucha son los gritos de desesperación de Doña Antonia y Eduardo.


Mientras tanto, la anaconda va conquistando con la calma de la eternidad cada parte del cuerpo de Eduardo. Los pies y las piernas ya no pueden dar batalla y todo lo demás se deja seducir. Cada poro respira la grasienta piel de la serpiente que lo va encerrando poco a poco en su laberinto. Eduardo que sabe que ya está vencido, deja de dar pelea y se entrega soltando un último suspiro. Arriba, el suspiro llega como un grito agudo. La vereda y Doña Antonia se despiden de una vez por todas del muerto mientras que  la vieja más vieja repite el credo de la enfermedad.