jueves, 28 de marzo de 2013

Eterno Souvenir

En el violín estaba cada partícula de su vida. Estaba claro que cualquier rasguño que recibía el instrumento para él  una llaga honda y dolorosa. Su nombre era Travis, el del violín Marianne. 
Ella había llegado a su vida por medio de su padre. El papá de Travis era un profesor de química que trabajaba con el anhelo de llegar a casa para tener tiempo de explorar a su única amante, Marianne. En ella estaba contenido lo infinito y cada rincón del mundo. Solo cerraba sus ojos y se dejaba transportar. Lo mismo le sucedía a Travis. Pero ahora, cuando la frontera entre  la vida y la desconocida muerte se hacía tan difusa, tenía que desprenderse del violín y buscar a alguien a quien dejarle tal regalo. 

Para su padre fue una tarea fácil porque solo tenía a Travis desde la muerte de su esposa.Por otro lado, para Travis no era tan sencillo. No tenía esposa, hijos o ningún otro parentesco con nadie. No es que está situación haya perdurado toda su vida. Por sus manos pasaron cantidad de mujeres conquistadas por el sonido del violín; pero, sí bien las atraía al principio, salían corriendo al ver la obsesión de Travis por cuidar a Marianne.

Una mujer que sus manos recordaban muy bien, tanto como las cuerdas del violín, era a Julia Trucman. Se acordaba de haberlas estudiado sin barreras ni ningún tipo de restricciones. El cuerpo, ahora viejo, de Travis se estremecía cada vez que en el río de su memoria se sumergía la imagen de ambas. Le gustaba contemplarlas y encontrar diferencias y similitudes. Fue la única que permitió 2 mujeres a la vez en la cama. No actuaba con competencia; sabía que la primera siempre iba ser Marianne. Sin embargo, Julia no aguantó tanto tiempo. Tenía un espíritu tan libre, como esos que envidian las personas que no pueden ver el sol cuando está encima de ellos, que fue desvaneciéndose poco a poco. Era una desaparición que todavía se sentía; de todas maneras, lo único que hizo por recuperarla fue extrañarla.

Travis creía que su soledad estaba muy bien acompañada por los sonidos majestuosos de aquel aparato.Era obvio que ahora se arrepentía porque la misma vida lo obligaba, lo estaba jalando de los pies arrastrándolo hacia la muerte; nadie lo vería morir y se tendría que desprender de su amada Marianne. Tendría que salir de nuevo al mundo buscando la persona ideal para dejarle el violín. El tiempo era su mortal enemigo, si moría antes de escoger Marianne también moriría y si elegía por afán podría equivocarse.


Como vivía en un pueblo alejado de la ciudad sabía que tendría que dejar su misantropía a un lado e ir retirando cada ladrillo de la barrera que el mismo se había construido. Por varios días no habló con nadie. Se limitaba a analizar detalladamente a cada persona que se cruzaba ante sus ojos e imaginaba a Marianne con cada uno de ellos. Ninguna mujer, ningún hombre clasificaban en sus altísimas expectativas.

Una noche decidió entrar en un pequeño bar que quedaba a las fueras de la ciudad. Entró cargando sus años en la espalda y sin ningún tipo de esperanza. Nadie en la ciudad merecía a Marianne. Se sentó en una de las mesas más apartadas del bar y de una pequeña tarima, colocó al violín en otra silla y no hizo más que sentir el peso de todo el mundo en sus hombros. Tiempo después, una sombra se empezó a mover torpemente encima de la tarima. Le atrajo todo acerca de esa mujer, le dio la impresión que sus movimientos estaban impregnados de su tristeza, de la de él, de la de aquel, de la de ella y la de la humanidad. Le preguntó a uno de los meseros si había alguna posibilidad de que esa muchacha lo acompañara. Él no pretendía nada sexual, y aunque así lo quisiese, sabía que su cuerpo no le iba responder de la misma forma. El mesero no se sorprendió de la petición y le dijo que cada minuto con ella costaba. Accedió a pagar cada peso sin un sonido de protesta.

Lo llevaron a un cuarto que tenía las mismas arrugas que el cuerpo de Travis. En el centro estaba un colchón tirado en el piso y sobre el la misteriosa sombra miraba hacia la pared. Su cuerpo estaba desnudo y la sabana rosaba el suelo. Él con un disfrazado esfuerzo recogió la sabana y cubrió a la mujer que temblaba. Abrió el estuche donde tenía escondido al violín y lo sacó.  Tocó a Marianne como nunca antes imprimiéndole melancolía, bailando en una especie de eterna despedida.

La melodía hizo que  la sombra se llenara de vida y soltara todos los sentimientos reprimidos. Ella se levantó y lo amó, los fantasmas que la embargaban empezaban a salir. La humildad que requiere cualquier clase de amor le empezó a brotar por los ojos. Se dejaba llevar  con cada nota que Travis tocaba. Su cuerpo era todas  las olas del mar. Dejó que él comparara sus caderas con las de Marianne. También que la llamara Julia Trucman y  le susurra en su cuerpo que la había extrañado, que Marianne no era tan buena como ella. Julia volvió a él y ambos pudieron cruzar sin preocupación alguna la frontera de lo desconocido. El violín se quedó como souvenir de un encuentro que se había escrito desde el pasado, desde la memoria que se había olvidado a si misma.