martes, 1 de mayo de 2018

La torre de Babel


"Le punctum d’une photo, c’est ce hasard qui, en elle, me point (mais aussi me meurtrit, me poigne)"
Roland Barthes



El matrimonio de mis abuelos es una historia que ninguno de nosotros conoce a ciencia cierta. Ninguno de sus 9 hijos ni sus 20 nietos. La única evidencia de esa unión es una foto desgastada que todavía yace en el centro de la sala de una casa de sólo tres pisos pero que en mis recuerdos de infancia se reproduce como una inmensa torre de babel. Ahora que lo pienso el lugar de esta foto no tiene nada de casual, el retrato de los abuelos cuando no eran abuelos ni padres, tan sólo dos jóvenes que a juzgar por sus caras no estaban enamorados pero sí  asustados de mirarle la cara al futuro, es ya una columna más de la torre de babel. Es por eso que no ha cambiado de lugar después de sesenta años. Si se mueve la foto, la torre de babel cae.

La foto la había tomado el único fotógrafo de la ciudad de Leticia. Viajó durante tres horas por el río junto a la orquesta que tocaría en la fiesta por el fin de semana sin parar y el padre que los iba a casar. A ninguno les iban a pagar pero habían venido con la promesa de probar el caldo de pescado de la abuela que se había hecho fama de curandero. Un sorbo de aquella sopa y el mal de amores desaparecía. El fotógrafo tomó la foto después de la ceremonia donde el abuelo tuvo que cogerse el pantalón que ya se le venía abajo y a la abuela tuvieron que repetirle la pregunta de que si aceptaba como marido al abuelo tres veces. Ninguno de los dos al momento de tomar la foto tenía conciencia que estaban a punto de doblegarse, iban a convertirse en un reflejo con el que ya no podrían identificarse más al cabo de unos años.  Y aun así, aquel retrato de esos extraños fue lo primero que sacaron de la maleta al llegar a la casa donde todos nos criaríamos, lejos ya del río y más cerca del barullo de la capital

Aquel retrato de los abuelos guarda para cada uno de nosotros en nuestra familia un significado diferente. Estoy segura que para mi abuela mirarse en aquel vestido blanco que su mamá había cocido por más de cinco días con sus noches, no era la dicha. La abuela sólo podía ver la figura escuálida del abuelo en aquel traje prestado que habían tenido que ponérselo con pinzas para que no se le cayera al caminar. La abuela le reprocharía su mala cara en una foto que lleva más años que su matrimonio. Para el abuelo debería ser el símbolo de su juventud ya desaparecida. Para mí en cambio, no es la prueba de su matrimonio sino la prueba más profunda del paso del tiempo.

Yo sólo he conocido a dos muertos, mis abuelitos. No pude ir a ninguno de los entierros porque la distancia – y qué curioso que la distancia exista en ambos mundos, en la vida y en la muerte- nos separaba. Ahora esa distancia es para siempre pero en mi cabeza siguen vivos caminando por esa casa grande que construyeron para que todos sus hijos crecieran, para que todos sus hijos después se fueran.  Cuando volví a la casa grande los busqué  en todos los tres pisos: en cada rincón, en cada cajón, en cada olor. Y esa casa de tres pisos se me hizo de nuevo  una torre de babel. Los busqué en todos los mil pisos y en cada uno sólo encontré mi mortalidad. Sin embargo los muertos siguen vivos en esta foto que existe antes de que todos fuéramos. Para mí esta foto es entonces la lección de que vivir es aceptar el acecho constante de la muerte.