martes, 28 de noviembre de 2023

Songs of Leonard Cohen



La primera vez que escuché a Leonard Cohen fue viendo la película The art of getting by hace más de diez años. En una de las escenas el protagonista escucha Winter Lady en bucle, después de enterarse que la mujer que le gusta está saliendo con alguien más. El protagonista se encierra en su cuarto y como en una especie de ritual entrega su tristeza y decepción a la voz profunda de Cohen, una y otra vez. Y recuerdo haber llorado. Más allá de identificarme con lo que pasaba en la película, lloré al escuchar la voz que cambiaría mi vida. Me identifiqué con el narrador de la canción que sentía que el amor que tuvo frente a él siempre fue pasajero, lloré porque también quise ser esa mujer viajera que encuentra alguien que la anhela para siempre, aún sabiendo que sólo está de paso.
Desde ese día, el álbum Songs of Leonard Cohen me ha acompañado, alimentando mi alma nostálgica y melancólica a más no poder y ha estado ahí en los momentos más difíciles donde siento que mi soledad, en vez de hacerme libre, me vuelve prisionera. Con el tiempo cada canción la puedo asociar a un momento de mi vida, como si cada una marcara un episodio.
 
Suzanne

Es la canción que abre el álbum y la que me transporta de inmediato a una época triste y aún así liberadora para mí. En el 2014 fue el año en que por primera vez viajé a Francia, convencida que no volvería a Colombia por un largo tiempo, sin saber que seis meses después me vería obligada a volver. Pero en aquel momento, me fui lejos de todo lo que conocía con dieciocho años. Iba a ir a estudiar francés para poder pasar el examen de la universidad e inscribirme al pregrado de literatura. Al graduarme del colegio, salí con la certeza que quería irme lejos y seguir, aunque fuera a medio camino, los pasos de Cortázar. Es él tal vez el culpable de que Paris se haya dibujado frente a mi como una ciudad donde la literatura y la escritura estaban en cada esquina. Pero al llegar Paris todavía sería para mí una ciudad-misterio. Si bien estudiaba en la capital, vivía en un pueblo bastante lejos, a 3 horas de distancia: Beaune-la-Rolande.
Aquí la mayoría de habitantes son retirados que están ya acostumbrados a tener la muerte como vecina. La única actividad para hacer es ver el tiempo pasar o ir al gran supermercado que se impone como un monumento al capitalismo en medio de la nada. En esta ciudad-fantasma no hay una manera directa para llegar a Paris ya que no hay estación de tren ni de buses. Para ir todos los días a estudiar yo tenía que manejar hasta la estación de tren más cercana que se encuentra en Nemours (a unos 40 minutos) y de ahí coger el tren hasta Paris. Cada viaje era un total de dos horas, dos horas de ida, dos horas de vuelta. Cuatro horas de transporte, de un paréntesis donde mi vida se detenía.
Aunque no del todo. Mientras que el viaje en tren representaba la calma, el momento de dormir o de leer o de dejarme pasar, el trayecto en carro era el momento del día en el que mi ansiedad llegaba al tope…porque a decir verdad no sé manejar. Y es cierto. Para mí todavía es un misterio cómo todos los días aquel Peugeot blanco de sólo dos asientos prendía. Como tenía clase a las 8 de la mañana, yo me levantaba a las cinco para llegar a tiempo. Pero, sobre todo, me levantaba muy temprano para llegar antes que todo el mundo al parqueadero de la estación…para no tener que parquear y maniobrar un carro ¡que no sabía manejar!
En la madrugada y muchas veces en una carretera congelada, me tocaba manejar entre la soledad de pueblos fantasmas. ¿Pero y el Cohen en todo eso? Prendía el carro y enseguida ponía el álbum de Cohen, como un ritual para comenzar el día. Suzanne abría el camino, me aseguraba que, aunque el miedo y la ansiedad me embargaran, Cohen me decía que él iba conmigo, su voz era una especie de guía que iba marcando el camino.  En cada recorrido sentía que iba cruzando el país de los muertos, pero la voz del Cohen me acercaba de nuevo a los vivos. ¿Pero por qué Cohen siempre y no algo de pronto más “alegre”? Porque en ese álbum encuentro un sentimiento al que siempre busco aferrarme: la esperanza. En medio de tanta soledad, esta voz inmortal pero tan llena de vida me susurraba que tenía que seguir adelante, que a pesar que la incertidumbre estuviera en cada poro de mi cuerpo, encontraría pronto un puerto seguro. Que tenía que avanzar si quería ser aquella mujer viajera que busca un hogar, así sea temporal. 
 
That’s no way to say goodbye 
 
El año 2016 lo recuerdo como un año de despedidas sin adiós, un año donde la muerte me recordó que siempre está ahí esperándonos sin darnos tregua. Pero también fue el año en el que me di cuenta que la distancia es la muerte en el mundo de los vivos, que ambas son sólo metáforas que le sirven a la ausencia.
En el mismo año se murieron mis abuelitos de parte materna, los abuelos que creía eternos y hasta con poderes milenarios como predecir el futuro o tener ojos en cada parte del mundo sin moverse. Mis abuelos, Corina y Jairo, que habían estado juntos por más de cincuenta años, que habían crecido arboles de vida y más de tres generaciones que todavía no dejan de crecer. 
El día que se murió mi abuelita fue uno de los días más tristes. Me levanté temprano ese día, aunque fuese un sábado porque tenía que trabajar. Antes de salir de la casa llamé a mi mamá que había visitado a mi abuelita. En su voz entendí que la situación era mucho más grave de lo que quería decirme y entendí que mi abuelita se estaba ya despidiendo de este mundo. En Colombia era todavía el día anterior y yo le hablaba a mi mamá desde el futuro donde la muerte era ya una evidencia. En la noche de acá, mi mamá me llamó diciéndome que mi abuelita se había ido ya y aunque ya venía preparándome para la noticia desde el inicio del día me dolió tanto o más como si me hubiese tomado por sorpresa. 
 
Hoy casi siete años después de la muerte de mis abuelos pienso que entre ellos y yo quedó un vacío irremediable, una despedida que nunca será dicha y que nunca tendrá lugar en este mundo de nosotros los vivos. Y es aquí donde el Cohen vuelve a tener un lugar primordial. A pesar de esa fatídica distancia, That’s no way to say goodbye es mi puente hacia ellos. Este poema me recuerda que, aunque la muerte sea definitiva y sin promesas, el amor que compartimos se queda conmigo. Escucho esta canción entonces a modo de pequeña venganza con la distancia y el tiempo. No fue la manera de decir adiós y es porque aquí seguimos juntos. 
 
 
Winter Lady 
 
Esta no es la última canción del álbum, pero es con la que quiero cerrar este pequeño homenaje a Cohen. Es la primera que escuché, será siempre la que se quede conmigo. Al principio, como ya lo dije, escuché esta canción deseando ser la mujer de invierno, la mujer que siempre se va, la mujer que esperan, la mujer que viaja sin cesar sin tener un hogar fijo al cual llegar, la mujer que encuentra refugio en cada extraño que conoce. Encontraba en este imaginario la poesía de lo efímero, una nostalgia del presente que se desvanece apenas es dicho. La mujer viajera de esta canción era para mí el símbolo del misterio que yo quería encarnar, la promesa de la aventura que viene con lo desconocido. Pero no me daba cuenta que me estaba mintiendo al idealizar a la mujer ida. Ahora que el tiempo ha pasado y que he sido un poco victima de estas ganas de ser una mujer en movimiento, una mujer que no pertenece a ningún lado, me doy cuenta que lo que más me gusta de esta canción es la frase “traveling lady, please stay awhile”. Lo que en realidad anhelo es que el viaje cese, así sea por un rato. Escucho ahora en esta canción una promesa del hogar tan anhelado, de un amor que ya no tengo que buscar. Ahora que el tiempo ha pasado, decido ser la mujer que se queda, la mujer que se siente a salvo para dejar por fin de huir. 

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