sábado, 9 de septiembre de 2023

El laberinto de la soledad

 

Lorca 


I
Toco la puerta con toda la curiosidad contenida en mi puño derecho. Un golpe y el silencio. Dos golpes y la larga pero corta espera que sigue después de un llamado. Espero y siento que es esto lo que había venido buscando durante todo este tiempo…misterio. Escucho unos pasos cansados que se asoman. Los mismos que escuchaba pasearse en la noche y que retumbaban en el pequeño apartamento. Siento que toda la eternidad pasa y aquel viejo que mi imaginación conocía tan bien aún no llega a la puerta. 
Tal vez no sea él quien se asome y entonces todos los pasos cansados tocan la misma melodía de muerte…Tal vez tenga que retroceder los días y comenzar desde el principio. 
 
II
Yo había llegado a Praga arrastrada un poco por el misterio que encierra ese nombre o porque decir Praga no sólo es decir misterio ni historia, sino también contar en un solo segundo todas las historias de Kafka. La idea de aquel viaje se fue formando desde hacía mucho tiempo y no me quedaba más que esperar para que llegara el día donde por fin pisaría esas calles. Era un viaje que tenía que hacer sola. Tener, es un verbo que no tolera elección y en mi caso iba acompañado de la soledad, porque ella también se impone, como una compañera más. 
 
Todo este capricho me lo podía costear mientras terminaba de traducir el peor libro que pudo haber caído en mis manos. Mi sueño siempre había sido el de escribir. Después de ir viendo que la literatura rechazaba todo lo que mi mente creaba, ese sueño se fue acomodándose con la realidad y se llamó el sueño de traducir a los mejores escritores de mi tiempo. Pero con el tiempo ya no hablé más de sueños sino de puro y cochino conformismo y empecé a traducir todo lo que caía sobre mi escritorio. Ese libro- de un escribidor que me hacía cuestionar el mundo editorial, que me hacía odiarlo porque él podía recibir el glorioso título de ESCRITOR acobijado bajo la bandera del capitalismo porque sus libros se vendían por todo el mundo-  me había comprado el tiempo para poder estar en la ciudad de mis sueños. 
 
Llegué a un pequeño apartamento que había arrendado. El señor que me lo arrendaba venía de una agencia y me recibió con toda una serie de cosas que podía o no podía hacer. Después pasó a enseñarme cada rincón del apartamento, cuando sólo bastaba pararse en la puerta para ver todo lo que escondía aquel pequeño paraíso. Al lado izquierdo se veía una cocina que se hacía llamar así por tener una estufa con un solo fogón. De ahí venía la sala que jugaría al papel de ser mi cuarto por las noches. Y al lado derecho estaba el baño con el único espejo de la casa. Guardó lo mejor para el final, el balcón que era lo primero que uno veía al abrir la puerta. Daba una vista-no tan de cerca- de la colina Petřín. Al asomarme sentí una pequeña bocanada de esa ciudad que me esperaba. 
 
El señor, con un inglés que ambos manejábamos a medias, me advirtió con mucho recelo en su voz, como si la historia que estaba a punto de contarme fuese el mayor secreto de su vida. 
Empezó diciéndome que el dueño del apartamento vivía en el piso de arriba. Era un viejo que él nunca había conocido en persona, pero siempre que se trataba de alquilar aquel pequeño apartamento la agencia lo enviaba a decir siempre las mismas restricciones. Mucho silencio y ante nada, nunca ir a golpear en la puerta del señor sin nombre. Cualquier problema que llegara a tener lo único que tenía que hacer era contactarlo a él. Si llegaba a irrumpir aquella regla tan básica, pero a la misma vez drástica, me echarían del apartamento y me devolvería el mes que ya había pagado por adelantado. 
 
Al sentenciar aquella pena de muerte por adelantado no hice más que estar de acuerdo firmando todos los papeles que me presentaba. Yo acepté sin saber que al vivir uno encima del otro ya estaba sellando un cercano encuentro que se disfrazaría de casualidad. Claro que la imagen de aquel señor huraño ya se pintaba cada vez con más detalle en mi cabeza. Mientras aquel señor me hablaba yo iba ya indagando un poco en los problemas o las posibles causas que habían llevado al misántropo a su estado actual. Una infancia tormentosa. Un huérfano que jamás había sido adoptado. Una adolescencia marcada por el rechazo de no pertenecer a ningún lugar. La adultez que saboreaba la madurez desde hacía tiempo. Un matrimonio tormentoso, un asesinato donde él era inocente. Sólo estaba en el momento equivocado con mucha gente prejuiciosa que al ver su aspecto un poco huraño lo culparon y declararon contra él. 10 años de cárcel y como resultado una abstinencia a cualquier contacto humano. O bien, podría tratarse de un viajero en el tiempo con todos los tesoros del mundo escondidos en su pequeño fuerte.
 
El señor se dio cuenta que yo había dejado de prestarle atención a todo lo que me seguía repitiendo. Fingí interés y le dije sin muchas ganas que ya lo tenía todo muy claro para que entendiera de una vez por todas que ya podía irse. Nada de buscar o llamar a aquel señor que lo único que quería era que su soledad se quedara en el mismo lugar de siempre, junto a él viendo los días pasar, aguardando a que ya no hubiera nada más que esperar. El señor viendo que ya todo había quedado más que claro me entregó las llaves de lo que iba a ser mi pequeño paraíso por un mes y se fue. 
 
Finalmente estaba donde siempre había querido estar. El invierno ya entraba por la ventana y yo sentía que tenía que ir a devorarme todo. Como si tan solo bajando las cortinas esa ciudad que todavía no conocía fuese a desaparecer por completo 
 
III
Salí sin saber a dónde iba. Lo único que tenía en mente era conocer lo que más pudiera aquella tarde. Miraba a los tristes turistas un poco por encima del hombro sintiéndome ya toda una nativa, cuando en realidad yo no tenía ningún derecho sobre la ciudad.
 
Los primeros días nunca utilicé el tramway ni el metro. Caminé y caminé sintiendo que cada paso que daba rompía una barrera que mi mente siempre me había impuesto. Todo lo que tenía que hacer era lo que yo quisiera y era una libertad tan ajena a mí que al principio no supe muy bien qué hacer con ella. 
 
Pasada una semana ya había visitado todos los sitios turísticos típicos que Praga ofrecía. Caminé el puente de Carlos una y otra vez sin nunca parar de asombrarme. La ciudad vieja, el barrio judío y Malá strana ya no compartían ninguna frontera, mezclándose así en mi cabeza como un solo cuerpo que me abrazaba. Lo único que no me había atrevido a conocer era la colina que saludaba a mi soledad cada mañana. Era una visita que tenía que realizar, me decía todas las mañanas, pero siempre mis pasos le daban la espalda y se encaminaban hacía otro lugar. 
 
Pero pasados quince días de mi llegada la nieve se abrió paso y aquel día decidí que no podía esperar más tiempo. Era mi primera vez que la veía tan de cerca y aquel espectáculo significó para mí un buen momento para ir por fin a la colina. Ya estando arriba, Praga se fue cubriendo poco a poco de un manto blanco. La ciudad se me mostraba como un infinito mar de calles. Por un momento pude sentir el sonido del viento y de la nieve cayendo, ambos me arrullaban y me recordaban que no estaba sola. Estando arriba también pensé en el señor de las sombras. No entendía por qué, teniendo la oportunidad de ver cómo Praga se hundía en la nieve y el paso de las horas se detenía, él prefería quedarse encerrado. Pero a decir verdad no podía juzgarlo, yo también estaba ahí arriba, abrazando a mi soledad y aún así sintiéndome inmortal. La nieve continuaba con más fuerza y la noche de invierno que llega a las cinco de la tarde empezaba a asomarse. Decidí entonces regresar, pero para mi sorpresa, no era la única que contemplaba Praga. Delante de mí venía un viejo con paso agotado pero que conocía bien su camino, intenté seguirlo, pero sus pasos, aunque lentos, sabían por donde pisaban y andaban con certeza. Deseé que el ruido que yo hacía detrás de él lo hiciera darse la vuelta, pero él siguió firme mientras yo luchaba con no resbalarme. Lo llamé, grité un bueno día que se confundió con la brisa así que en silencio lo seguí hasta que perdí su trazo en la bruma. 
Al poco tiempo, la nieve paró y pude encontrar mi camino de retorno. La colina ya dejaba de parecerme el fin del mundo y paso a convertirse en el centro de atracciones de la ciudad. Muchas familias ya empezaban a llegar para disfrutar de un paseo en trineo. Ya cuando había descendido, la noche empezaba a abrirse paso. Caminé de nuevo hacia el puente de Carlos para llegar al centro que en las noches se convertía en la ciudad de los turistas, la gran mayoría abrazaba la misma idea: emborracharse hasta encontrar la mejor cerveza. Y una vez más me pareció increíble cómo el señor desconocido había llegado al punto de no querer hablar con nadie cuando lo único que yo anhelaba era poder encontrar a alguien que me tomara de la mano y me sacara del laberinto de la soledad donde me había metido sin saber cómo salir. 
 
Al pasar por una esquina reconocí la espalda de aquel viejo de la colina y su andar ágil y aún así milenario. Sin pensarlo dos veces seguí sus pasos que se dirigían a una puerta que parecía estar ahí sin estarlo, sólo perceptible para aquellos dispuestos a encontrarla. Empujé la puerta invisible y bajé las escaleras siguiendo el eco de aquello pasos que se mezclaban ya con el canto de un saxofón. Así me encontré en un bar de jazz donde lo único que importaba era el sonido que salía de aquel instrumento. Nadie volteó a mirarme y me sentí de inmediato muy a gusto. Miré a mi alrededor. Hombres y mujeres de todas las edades con la mirada clavada en el escenario. Busqué reconocer la espalda del viejo que me había traído a este paraíso, pero entre tantas soledades fue imposible reconocerlo. Sin más, me acerqué al bar, pedí una cerveza y me senté a escuchar como todos los demás. 
 
Cuando el saxofonista terminó de tocar, una ola de aplausos invadió el sótano y sentí que en esa comunión de aplausos todos en la sala dejábamos de ser extraños. En ese éxtasis, el viejo que venía persiguiendo se me había borrado de la cabeza hasta que volteé a mirar hacia las escaleras. Ahí, de nuevo su espalda me saludaba o más bien, me daba la despedida. Mientras pagaba, el viajo ya había salido del bar, sin embargo, corrí tratando de atrapar sus lentos pasos.
 
Al salir, la ciudad estaba en vuelta en nieve y el frio se sentía como un cuchillo afilado en la piel. De lejos, encontré al viejo que caminaba a paso lento como sobrellevando el peso de sus años, dudando a cada paso que daba. Y, aun así, me era imposible alcanzarlo, una bruma encerraba su figura a la distancia y su trazo desaparecía mientras que avanzaba. Lo seguí, tanteando cada uno de sus pasos en la oscuridad. ¿Por qué sentía que mi vida dependía de ello? En mi cabeza, aquel viejo tenía todas las llaves de esta ciudad y seguirlo era la clave para dejarme de sentir extranjera.
 
En un punto la bruma que invadía todo desapareció, llevándose con ella al viejo. Miré mi celular, y ya eran pasadas las doce de la noche así que me dirigí hacia la casa. Unos pasos antes de llegar al edificio, vi que el viejo que venía persiguiendo abría la puerta de un gesto hábil y se perdía de nuevo. Entonces aceleré el paso, me encontré corriendo detrás de él. Grité “Señor” esperando a que se volteara y poder por fin ponerle un rostro a la sombra que venía persiguiendo, pero cerró la puerta tras de mí.
 
Ahora no tenía dudas. Aquel viejo era el viejo que había estipulado que por nada del mundo lo molestara, guardián de su profunda y solemne soledad. Busqué rápido las llaves esperando alcanzarlo en el ascensor, pero al abrir la puerta ya no había rastro de su paso. Sin embargo, me consideré victoriosa. Sin saberlo aquel viejo había firmado su derrota contra mi, estaba acorralado. Decidí arriesgarme e ir a hasta su puerta. 
 
I
 
Entonces es aquí donde me encuentro, en el principio de este laberinto, esperando a que aquel viejo sin nombre acabe por fin con todas mis dudas. 
Es aquí donde el presente me despierta y siento que la adrenalina de lo desconocido se apodera de cada poro de mi cuerpo. Toco la puerta con toda la curiosidad contenida en mi puño derecho. Un golpe y el silencio. Dos golpes y la larga pero corta espera que sigue después de un llamado… Siento que toda la eternidad pasa y aquel viejo que mi imaginación conocía tan bien aún no llega a la puerta. Tal vez, lo más probable es que me abra y su enojo sea tal que me eche de su casa y tenga que buscar dónde dormir a esta hora de la madrugada, al fin y al cabo, soy yo la que ha faltado a nuestro pacto de nunca cruzarnos. O tal vez, al contrario, me deje entrar y sea la encarnación propia de la bondad y me gradezca de haberlo sacado de su soledad. Tal vez no sea él quien se asome. Tal vez.
La espera acaba y la puerta se abre, aunque no del todo. Solo lo mínimo para que pueda entrever un largo y ancho pasillo, sin nadie alrededor. Espero otro segundo eterno a que el viejo aparezca, pero de nuevo: la nada. Me presento entonces y le pido disculpas de antemano por molestarlo a esta hora y mis palabras retumban en un eco infinito. Y aún, ningún rastro del viejo. Me decido entonces a abrir la puerta y entrar.
Al entrar me doy cuenta que no hay vuelta atrás, que si aquel viejo no quería que nadie tocara a su puerta era porque nadie volvería a poder salir. Ahora la acorralada era yo. Doy vuelta atrás, pero la puerta ya no está. Me encuentro sola delante de lo que se siente ser el infinito. Camino por el largo pasillo interminable hecho sólo de espejos donde mi soledad se refleja. Sigo caminando y siento que han pasado ya diez años y puedo ver cómo mi reflejo se va envejeciendo en cada paso. Me olvido ya del viejo quien no era más que la muerte disfrazada y me pregunto : ¿Me arrepiento de haberle hecho caso a mi curiosidad? y pienso entonces en las palabras de Lorca cuando defiende a los soñadores y viajeros : el misterio sólo nos hace vivir, sólo el misterio. Y aunque con cada paso que doy voy afirmando mi muerte, sigo caminando en este laberinto donde mi único acompañante es mi reflejo ya cansado.

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