domingo, 16 de marzo de 2014

Encuentros


I

En la cabeza de Mariana los encuentros casuales están fuera de la mesa. El mundo de la casualidad y del destino solo lo encontraba en la atmósfera  de la Maga y Oliveira.
En la cabeza de Mariana, sin embargo, siempre hay una posibilidad para todo. Ella siempre niega la indecisión y asume que es muy segura  pero al voltear a la derecha siempre está la izquierda que le grita, el frente que la seduce y el regresar que la tira de pelo. Siempre hay indecisión en su camino y cómo no sí hay tantos por dónde ir, porque todo tiene su antónimo, su contrario, porque elegir un inicio aquí significa no empezar allá. A pesar de lo difícil que le resulte el abandonar para elegir después de mucho lo hace y de vez en cuando los arrepentimientos vienen pero los espanta con el presente. 

Hoy Mariana fue a la cinemateca, no es algo que ella acostumbre hacer, de hecho hoy había sido su segunda vez. Iba caminando por la séptima pensando en llegar a la estación, coger el transmilenio e ir a su casa para entregarse a la soledad pero estaban pasando una película de Godard. Lo pensó por mucho tiempo, si quedarse o irse, pero sin darse cuenta ya estaba en la fila y alguien le pedía los 2.000 pesos para entrar.

Se sentó no muy lejos de la pantalla y mientras la sala se llenaba notó que era la única persona sin compañía. No se sintió mal, la cabeza de Mariana estaba acostumbrada a la soledad, era de alguna manera incómoda cuando estaba rodeada de gente que sí conocía.  Al lado suyo se sentó una pareja que durante toda la película gozaron en ignorar a la inocente actuación de Anna Karina, a Mariana y al resto de la sala. Al frente de Mariana, en toda la fila horizontal se sentaron un grupo de amigos y amigas que parecían ir todos los días a la cinemateca. Durante la película tuvieron sus ojos  fijos en la pantalla tratando de retener cada momento en sus pupilas.  En el asiento  frente a  ella se hizo un muchacho que hacía parte del gran grupo. Al sentarse, Mariana lo miró y sintió gran simpatía por él, por todos ellos en realidad. Se imaginó siendo amiga de ellos, cogida de la mano de todos y atravesando el Louvre corriendo como hacían en la película, pero todas esas ideas se desvanecieron cuando la luz se prendió y la realidad bajaba el telón. 
Hoy Mariana fue a la cinemateca, no es algo que ella acostumbre hacer, de hecho hoy había sido su segunda vez. La primera vio una película que no le gustó para nada y que olvidó apenas salió. Hoy había visto Bande à part y a gente que imaginó eran sus más fieles amigos.

II

El barrio donde vive Mariana es demasiado tranquilo para su gusto.  La mayoría aquí, a decir verdad,  son viejos y viejas que salen por las mañanas, algunos con sus enfermeras, a tomar el sol al parque. Este es el momento máximo de su día,  no desean más. Aunque hay otros que todavía tienen energía y pueden caminar hasta la panadería después de las cuatro de la tarde para hablar, la mayoría de veces, sobre fantasmas que sólo habitan en sus memorias.
A Mariana le gusta verlos pero no por mucho tiempo porque después le da melancolía el pensar que el futuro eventualmente desemboca en no estar más. Se pregunta si ellos están más cerca de la muerte que ella o si en realidad todos estamos a la misma distancia.

Hoy Mariana hizo lo mismo que hacía todos los días, salvo que al regresar a su casa se encontró con una gran sorpresa. Se levantó temprano para ir a trabajar. Su trabajo quedaba en el centro y tenía que llegar a las 9 de la mañana. La estación de Transmilenio no quedaba tan lejos de su casa así que se fue a pie viendo que algunos de los viejos y viejas ya se encontraban en el parque. Cogió el J73 que la dejaba en la estación museo del oro y de ahí caminó hasta el café. Era ella la que tenía que abrir y organizar las mesas porque su turno era de 9 a 3 de la tarde. Hoy no estuvo tan movido como otros días, ni siquiera a la hora del almuerzo así que aprovechó para terminar el libro que había estado leyendo esa semana. Lo había comprado en una pequeña librería que quedaba cerca al café. El librero-que era un viejo lleno de edad, no por el paso del tiempo sino más bien por la cantidad de hojas que había leído en su vida -cada vez que venía Mariana la reconocía y le sonreía pero siempre con cierta distancia, sin extenderse más allá de lo que él creía debido. La veía siempre revolcarse entre los libros en pesquisas la mayoría de veces fructuosas, otras donde solo venía a perder  el tiempo y ver qué podría leer después. Esa vez había recogido  a Miller y a su trópico de Cáncer. Ahora que lo terminaba pensaba en que de pronto ella también debería abandonar su pequeño París y cruzar el mar, irse pero ¿adónde...?
Ya eran las tres y esperó a que su compañero llegara a reemplazarla, pasaron 20 minutos hasta que él llegó excusándose de la demora. Siempre era así, a veces no llegaba hasta las cuatro pero a Mariana no le molestaba para nada, le gustaba mucho el ambiente del café o tal vez ya estaba acostumbrada a esperar.

Caminó de nuevo a la estación para devolverse a su casa. A esa hora el Transmilenio no estaba tan lleno y disfrutaba ver la ciudad moverse mientras ella la miraba desde la ventana. El trayecto no tomaba más de cuarenta minutos pero este viaje se le hizo mucho más corto que los demás, deseó en lo más profundo que esa máquina roja se moviera entre los túneles de la eternidad. Vio al mismo muchacho que se había sentado al frente de ella en la película, ese por el que había sentido gran simpatía y de quien quiso ser amiga. Lo miró  de reojo,  por el reflejo de la ventana, se imaginó que se sentaba al lado ella y empezaban a hablar sobre todas las cosas que pudiesen tener en común, que le presentaba a sus demás amigos e iban todos los días a la cinemateca.  Volteó a verlo y se dio cuenta que ya tenía que bajarse, su estación ya estaba al frente y el deseo de nunca bajarse le volvió. Pero entre quedarse o bajarse el muchacho se bajaba en la misma estación que ella y ya se movía hacia el puente. Mariana salió y también caminó para cruzar el puente. Estaba varios pasos detrás de él, pensó que en aquel punto él cruzaría a la izquierda y ella a la derecha y que sus caminos jamás estarían tan cerca como ahora pero él seguía la misma ruta que Mariana debía seguir. Cruzaron el parque y después ella lo vio doblar por una de las calles que estaba llena de edificios.  Siguió caminando hacia su casa preguntándose qué podría traerlo a su misma atmósfera tan aburrida pero el hilo de sus pensamientos se fue enredando y poco a poco se fue alejando de aquel muchacho.
Hoy Mariana hizo lo mismo que hacía todos los días, salvo que al regresar a su casa se encontró con una gran sorpresa. Vio al muchacho de la cinemateca dentro de su barrio, ese que ahora dejaba de ser tan aburrido.
III


 En los últimos días Mariana comenzó a pensar en lo pequeño que puede llegar a ser  el mundo o a decir verdad, su mundo.  Al parecer cada vez somos más y el espacio permanece  igual que vamos tropezándonos con todos todo el tiempo. Esa era la explicación que se había dado al pensar en el porqué se seguía encontrando con aquel muchacho. La primera vez había sido en la cinemateca, la segunda en el transmilenio, la tercera, cuarta  y quinta vez habían sido  en su barrio cuando caminaba por el parque o solo pasaba por ahí. No paraba de preguntarse si él también la había reconocido o si su cara  para él era la misma cara de la multitud.  Era cierto que las casualidades ni el destino existían  para ella porque jamás los  había presenciado pero ahora su soledad tomaba ventaja de estos encuentros que los transformaba en algo más.  Cada vez que lo veía se imaginaba situaciones diferentes donde se conocían o  pequeños detalles sobre él siempre apoyados  sobre la tierra  movediza de su imaginación.  


Mariana no acostumbra salir los fines de semana pero hoy lo hizo.  Fue a un bar cerca del parkway donde se había quedado en encontrar con toda la gente del café. El dueño los había invitado obligándolos a ir  y Mariana no tuvo oportunidad de sacar alguna de las muchas excusas que estaba acostumbrada a dar.  Tenía dinero suficiente para irse y regresarse en taxi. Le gustaba llegar temprano a todos lados pero consideró que era mejor no llegar de primeras. Se tomó su tiempo antes de salir pensando en cómo iba a ser esa noche.

Al llegar se dio cuenta que la mayoría ya había llegado. Saludó a todos y se sentó en la mesa al lado de Gustavo, el que siempre llegaba tarde a reemplazarla.  El bar le pareció bastante agradable, muy lejos de lo que ella había pensado. Se había imaginado un lugar lleno de gente bailando reggaetón y vallenato sintiéndose fuera de lugar pero aquí el jazz, el blues y hasta la salsa compartían lugar.
El jefe los había reunido porque en realidad ya no era más su jefe. Había vendido el café y decirles que estaban despedidos bajo ese ambiente le resultaba mucho mejor.  Mariana  tenía ahora que buscar un trabajo pero sabía que lo que en realidad necesitaba era otra vida, vestirse sobre otra piel, recoger la de alguien más y hacer que fuese suya, irse pero ¿adónde...?

Después de las once de la noche solo estaban los ahora desempleados y otros tantos que entraban e iban. Mariana quiso irse muchas veces pero el sentimiento de quedarse también le venía. Se dio cuenta que no era la única que se sentía inconforme con su vida y que compartir ese sentimiento con los demás era mucho más agradable que hacerlo sola con sus lamentos. Algunos ya estaban borrachos pero ella no; nunca lo había estado y esta noche tampoco lo iba a estar. Su corazón a pesar de todo se sentía feliz por la música que sonaba y porque podía ahora identificarse con los demás, entre tanta soledad no estaba sola.

En el bar los sábados acostumbraban a tener bandas en vivo y hoy no era la excepción. Ya habían subido dos al escenario. Mariana los miraba entre las cabezas de la gente porque su mesa estaba al final de la sala, sin embargo disfrutaba y cada que finalizaba una canción aplaudía. No había estado así de feliz en mucho tiempo, se sentía en el lugar donde siempre había querido estar.

Ya eran más de las doce y las personas empezaban a irse. Cuando las cabezas que no dejaban ver a Mariana se fueron, se dio cuenta que el que tocaba el saxofón en la banda era el muchacho que había estado viendo. Empezó a preguntarse si la imagen de aquel extraño no era más que un consuelo para su soledad, si de verdad lo había visto alguna vez o si  solo existía en su cabeza.  Pensaba en que si de alguna forma se acercaba él no la reconocería, era ella  la que siempre lo veía. No sabía cómo romper esa barrera de extraños con aquel muchacho que creía conocer tan bien. Pensó que tal vez lo seguiría viendo por ahí, al voltear en la esquina él estaría ahí sin saber que ella estaba o incluso que ella era. Al verlo de nuevo pensaría en todas las conversaciones posibles, buscaría muchas preguntas y encontraría por fin respuestas. El extraño seguiría tocando el saxofón en sus recuerdos y con el jazz y el blues se acordaría de él.  Podía acercarse pero sabía que él no la vería y así le pareció bien. Los encuentros seguirían sucediendo y caminaría para buscarlo, verlo pasar y olvidarlo. Mariana no acostumbra salir los fines de semana pero hoy lo hizo. Vio otra vez al muchacho de la cinemateca, del transmilenio, del saxofón, al caminante de las calles solitarias de su mundo  y entendió que él sería el extraño más conocido en su camino. 

  


miércoles, 12 de febrero de 2014

Oscilaciones

Mientras lanzaba piedra tras piedra mis ojos se concentraban en cada oscilación, pensaba como cada cosa en mi vida no obedecía a tal movimiento, todo iba en regresión. Alcanzaba a ver mi reflejo y veía cómo se distorsionaba y volvía a aclararse cuando el agua dejaba de temblar. Contemplé mi reflejo siempre de la manera en que lo había hecho, como una extraña. También pensé en cómo esa imagen que me miraba sorprendida me pertenecía sólo cuando algo más me ayudaba a recordarla. En ese momento cerré mis ojos e intenté pensarme, saberme en el espacio y verme sentada en ese lago pero solo pude verme a partir de fotos y espejos. En este sueño tampoco logré tener una visión clara de mí, para existir estaba el destello del agua que me hacía recordarme. 

Estuve quieta, tan inmóvil como se puede estar en los sueños que lo único que me movió de ese aislamiento fueron las oscilaciones que llegaban de la otra orilla que estaba ahí como sí siempre hubiese sido así.  Me levanté  de inmediato tratando de obtener una mejor vista y ver si podía reconocer a alguien del otro lado. Nadie se veía allí y quise irme pero no pude moverme con la facilidad que esperaba. De alguna manera estaba obligada a estar ahí. Volví a esperar porque era el único verbo que podía hacer y en un momento, las oscilaciones habían vuelto. La orilla, se me hizo a mí, estaba ahora más cerca y pude ver a una mujer lanzando piedras y con los ojos fijos en el agua.

La mujer estaba tan concentrada que sentí que mi presencia me empezaba a estorbar por la única razón de molestarla pero ella ni siquiera había reparado en mí. Sin saber si lo que veía era real pensé en lanzar otra piedra para que el movimiento del agua provocara la misma reacción que yo había tenido. Antes de hacerlo contemplé  esa escena de ensueño de mi sueño con el temor de que al lanzar la piedra la mujer desaparecería.  Levanté la primera piedra que encontré y la lancé cerrando mis ojos. Dibuje en mi mente la curva con la que había entrado al agua, el sonido con el que la tocó, cómo se hundía en el agua hasta tocar el fondo del lago y en las formas que hacían las oscilaciones hasta llegar a la otra orilla.

Lentamente volví a abrir mis ojos y vi a la mujer que me miraba sin parpadear, deseando también desaparecer.  Lo primero que  hicimos fue observarnos desde esa distancia que se me hacía cada vez más corta. No dijimos nada por largo tiempo, solo nos veíamos en el espejo de la otra. La cara de la mujer era el reflejo del lago, de una fotografía mía. Reconocí nuestra nariz que mira todo primero que nuestros ojos un poco rasgados que no podían ser de otro color que el de la soledad.  Levanté mi mano derecha haciendo un gran esfuerzo para alcanzarla y comprobarnos iguales pero ella se quedó quieta analizándome, viéndome con otra cosa que no podía ser más que el miedo.  Tratando de alcanzarla sentí que la orilla donde ella estaba se acercó aún más, tanto que con un pequeño salto bastaba para estar al otro lado. Sin embargo nos abstuvimos de traspasar el borde.  Al tenerla más cerca comprobé que lo único que nos diferenciaba era el largo de nuestro cabello, el mío me rozaba los hombros y el de ella se movía con toda libertad por sus caderas. También me imaginé que nuestro pasado, incluso nuestro tiempo era diferente pero por alguna razón nuestro presente desembocaba en un ahora que compartíamos.

La mujer de la otra orilla había quebrado el silencio con una especie de soliloquio olvidándose que yo estaba al otro lado. Hablaba en ingles con un acento que pensé que era sureño pero no lo pude localizar con precisión. Su tono de voz tenía la misma tonalidad que la mía y volví a sentir la incomodidad de verme como reproducida en un vídeo. A medida que pronunciaba su discurso me di cuenta que todas esas palabras que lanzaba al aire tenían la intención de hablarme, me estaban contando todas las respuestas a las preguntas que tenía, su historia y el porqué de su tristeza.  Hace mucho tiempo que venía escapando de la miseria con la que había nacido y buscaba la libertad que se le había sido negada. Logró escapar con gran suerte en un barco lleno de otros como ella  hacía Europa pensando encontrar algo nuevo pero se dio cuenta que sin importar el lugar donde estuviera la sordidez estaría con ella como su más fiel compañera.  Después de navegar por más de dos meses sin saber día ni noche, solo conociendo el hambre y compartiendo el sueño con las ratas llegó a Londres queriendo conocer la gentileza del mundo pero el frío y la misma pobreza la recibían con los brazos abiertos en su llegada.  Por muchos días vagó y se dio cuenta que ahora estaba al servicio de lo incierto, incluso llegó un momento en el que enserio quiso regresar pero después conoció a Adele que se ofreció a guiarla entre tanta incertidumbre. Le preguntó qué sabía hacer y por ahí ya habían empezado mal porque ella tan solo había conocido la esclavitud  y hasta ahora la libertad la asustaba. Adele al ser la mujer más buena que jamás había conocido le encontró un trabajo en un bar que quedaba cerca al puerto y que en las noches se llenaba de comerciantes y marineros. Aún trabajaba ahí y las cosas sí han cambiado – me dijo con una sonrisa que se le borró en un instante de su rostro-. Quise preguntarle si era feliz pero no me atreví así como tampoco lo hice al no contarle mi historia porque yo era cobarde, porque yo tenía libertad y no sabía qué hacer con ella.

El borde aún nos separaba y en un impulso salté para abrazarla y mostrarle toda mi  admiración pero cuando me vio saltar, como un reflejo moviéndose de forma paralela a mí, ella también lo hizo.  Ahora estábamos en la orilla de la otra, en islas del tiempo opuestas. En ese momento me desperté y me di cuenta que seguía en el borde ajeno, me levantaba en un tiempo mucho más antiguo que nunca me había visto nacer, bajo mi misma piel pero con un pasado diferente y un presente que no me pertenece. Lo que me inquieta ahora es pensar en ella y en la vida con la que se va a encontrar, de pensar que esa orilla que era mía no se encuentre jamás con esta que ahora piso, de pensar que haya más orillas y bordes que cruzar, más fragmentos de tiempo y espacio.

domingo, 19 de enero de 2014

El sendero que camino



Las palabras que mi boca pronuncia
las pronunció alguien más en el ayer.
Y así como yo digo ahora,
otros dijeron antes
y las mismas palabras sonarán en el eco de un después.

El sendero que camino
fue baldío para el que lo recorrió primero.
Y así como yo espero inquieta al mañana
otros esperan eternamente en el alba
y los del mañana gozarán en llamar historia al hoy.

Las decisiones que no he hecho, de las que huyo y temo
hubo quienes ya las hicieron y salieron victoriosos, heridos y hasta mancos.
Y así como el hecho de existir y después no ser, de estar aquí y no allá me llena de intriga
otros conocen a la vida que es sincera
y siempre vendrán más que serán y se irán.





miércoles, 1 de enero de 2014

Preludio

Al empezar el año es normal que nos llenemos de expectativas y de planes, tal vez de retos y de promesas que este año sí será mejor que el pasado pero siempre se llega al final y nos damos cuenta que a decir verdad no cumplimos eso que tanto nos habíamos propuesto. Ayer pensaba en que el concepto de "año nuevo" y en sí del tiempo mismo es algo que hemos creado para sabernos mover en el espacio. De hecho siempre se me ha hecho difícil  pensar en la vida como una linea segmentada en siglos, en años, en horas  y que nuestra propia forma de vivir también sea así. Se dice que a los 18 años ya eres mayor de edad y que ya puedes hacerte cargo de ti mismo, pero detrás de esa frontera de años no eres nada, se te niega la entrada a ciertos lugares y ni siquiera eres capaz de tomar tus propias decisiones. En mi experiencia personal he encontrado que esto está totalmente mal o al menos en mí ese sistema no ha funcionado, es decir, ya casi voy a cumplir "la mayoría de edad" y siento que hasta ahora mi vida ha sido un gran preludio sin mencionar que esto mismo siempre me ha ocasionado mucha ansiedad porque si tienes 17 ya debes haber atravesado por ciertas experiencias que a mí nunca me han pasado.Siempre he sentido que estoy atrasada en la vida al ver a la gente de mi edad viviendo vidas tan lejanas a la mía, que todos vuelan mientras yo doy un paso cada 3 días y estoy más que segura que hay otros y otras que puedan sentirse así. Lo que trato de decir es que el tiempo, en mí caso, no me define ni tiene porqué darle rasgos a mi personalidad. Tengo 17 y en la mayor parte del tiempo me siento como cuando tenía 13 años con menos grado de inocencia en mí, puede comprobarlo cuando leo cómo me sentía hace un año, hace 3 incluso. También pasa que cuando voy a una fiesta de repente ya tengo 40 y no encuentro espacio entre esa gente que tienen el mismo tiempo que yo en esta tierra.
Continuando con el tema de las etapas que nuestra sociedad ha impuesto y tiene bien fijadas, este año fue particularmente difícil en ese sentido porque como acababa mi año escolar tenía que escoger mi carrera y la presión de todos está encima de esos "niños que no pueden tomar decisiones". Entonces es preciso entrar a una universidad para trabajar, ganar dinero, y tener una familia; la vida se ha reducido a esto. Me hace sentir que es el tiempo el que nos arrastra y nos anda obligando a llenar estos estándares. Por eso mismo creo que la vida se nos hace tan corta-cuando en realidad no lo es-vivimos siempre en un afán y en una carrera contra el tiempo que le van quitando vida a la vida misma, deberíamos hacer lo mismo que decidió hacer uno de mis personajes favoritos "buscar los siempres en los jamases" y eso es lo que intentaré este nuevo año(espero no mirar esto después y ver que el tiempo en realidad me está comiendo). 

Tal vez este mensaje no sea un cuento sin contar y que el ejercicio de hacer esta entrada en el blog e incluso todo el blog en general ( a veces creo que solo soy yo la que lo visita, y eso es decir algo)  sea una perdida de tiempo, pero la verdad es que poco me importa porque esta es una de las maneras de expresarme y darme cuenta que no está mal no correr contra el tiempo, que la vida sí es una sola pero está llena de oportunidades para hacerla eterna en nuestra memoria y que escribir, así sea desde esta ignorancia que llena mi cuerpo, me ayuda a comprender este mundo que me es tan difícil de descifrar. 
 


viernes, 29 de noviembre de 2013

Desde la ventana


Emilia Villalobos siempre fue para mí  toda una revelación, una ninfa diabólicamente bella que se paseaba por los jardines de mis sueños y por la ventana donde yo solía obsérvala. Envuelta en sus largos cabellos negros, ella pasaba mucho tiempo construyendo otro mundo diferente al que vivía.  Miraba al cielo que era verde para sus ojos y disfrutaba llamar a lo negro blanco.

Al ser la menor de los Villalobos, todos en aquella casa la llenaban de cuidados y vigilancias extravagantes. No dejaban que su piel tan blanca fuese acariciada por el sol porque decían que se iba a derretir, y si así lo fuese, yo hubiese sido el más feliz bebiéndomela. Salía una vez por semana y cuando lo hacía, ahí estaba yo como su sombra, siguiéndola sin que ella nunca me notara y levantando en mi corazón un pedestal donde solo estaba ella. A los diez años me imaginaba corriendo por todo su pelo y perdiéndome la vida entera, haciéndome inmortal como su figura. Y si bien yo la creí inmortal y mágica, era tan humana que el tiempo le golpeaba los huesos sin tregua y de tanto encierro y soledad, la locura iba haciendo espacio en su vientre.  

La seguí observando con el paso imparable de los días y ella mantenía inmóvil, sin darse cuenta que yo dejaba de ser un niño y que ella seguía siendo mía en sueños; continuaba sin notar que todo cambiaba a su alrededor, que su figura de adoniza se agudizaba un poco. La mayoría de los Villalobos ya habían dejado de existir, y los que estaban ya no la conocían. Se habían olvidado de ese cuarto donde seguía Emilia envejeciéndose, albergando fantasmas y maldiciones. Sin embargo, siempre la vi con los ojos del niño que jugaba entre sus cabellos, aun cuando dejaron de ser negros para pasar a ser un mar de nieve. Ya no había nadie que la protegiera de los rayos del sol,  quien admirara su belleza sino yo. Ahora era tan vieja como las vueltas del reloj pero desde la ventana se mantenía joven y hermosa. En nuestra ventana no penetraba el tiempo, yo seguía siendo niño y ella Venus.

 No existía el tiempo y fue después de mil años que, por primera vez, nuestros ojos se cruzaron. Me miró desde su lado  y esa que me miraba ya lo hacía desde el mundo inmaterial. A los días que siguieron la busqué, la esperé como siempre y no la vi más. Me hacía tanta falta adorarla, y aunque siempre la miraba desde mi recuerdo, su presencia era vital. Habían pasado mil años para que la mujer que nunca envejecía me mirara, ahora tenía que esperar otros tantos para buscarla, regresarla a la ventana para que esta vez me sonriera.  Pero ir detrás de ella significaba cruzar el límite, pasar la frontera entre su casa y la mía; cosa que nunca había hecho por el miedo a que la realidad nos abofeteara, nos quitara ese alfeizar donde el mundo se veía sin grietas, lleno de locura y de Emilia.

Caminé hasta la casa y entré sin que nadie me preguntara qué era lo que hacía ahí. Había ríos de gente y me moví entre ellos como un fantasma. Sentí la soledad con la que ella había vivido toda su vida.  Desesperadamente la busqué y  abrí todas las puertas de un largo pasillo. La encontré en el último cuarto donde se había mantenido intacta. Abrí la puerta de un mundo que me parecía inaccesible, que se me hacía posible solo desde la ventana. Vi que sus cabellos se extendían como un gran tapete blanco por toda la habitación y me costó gran trabajo nadar entre ellos para encontrarla. Estaba ahogada, revolcada entre su propio pelo, con todos sus demonios esparcidos, los demonios del olvido y la milenaria soledad, los fantasmas del tiempo y la efímera belleza.

 Me di cuenta que ella ya no iba a estar más y que nuestra ventana ya tenía las puertas cerradas, Emilia ya no iba a volver y yo tenía que dejarla ir. Quise asomarme por última vez, por fin tenía la oportunidad de ver cómo ella veía el mundo y ver mi pequeña ventana del otro lado. Pero cuando lo hice me di cuenta que ella no veía mi ventana.  Su ventana daba al cielo, a todos los mares, al mundo entero y a la infinita eternidad.  Ese era su secreto y decidió abandonarlo porque su corazón necesitaba un descanso. Con la ventana abierta estaba la inmortalidad, cerrada significaba lo real y la muerte. Tal vez era hora de cerrar la mía también y observarla desde otro universo, abrir otra donde no existiera el tiempo.

martes, 26 de noviembre de 2013

Vacío


Miro con que afán se mueven las angustias,
con ese olor de soledad milenaria 
que se acompaña del miedo al mañana.

Veo cómo avanzan preguntándome por qué 
el amor no viene y la juventud se va.
Quieren saber si es cierto que el  tiempo tiene su propio tiempo, 
que si aquí se está condenado a esperar. 

Me hablan del dolor en el que viven
porque no encuentran su lugar entre todos los demás,
andan sumergidas entre lágrimas 
caminando por el pasillo de la soledad.

Y yo no sé qué consuelo darles ni a quién culpar 
porque el vacío solo se llena con alguien más, 
porque en la lengua solo tengo preguntas,nunca respuestas.



domingo, 3 de noviembre de 2013

Lo que sé de la imaginación

En mi niñez siempre me vi envuelta en viajes repentinos, hilaba para después destejer todas las rutinas que iba construyendo. Nunca llegué a acostumbrarme a ese ir y venir, es más, le tenía envidia a las cosas que permanecían quietas en su lugar mientras que nosotros nos movíamos acelerados.  Me gustaba imaginar que sucedía lo contrario, que mi familia y yo éramos un centro estático mientras que las cosas iban girando alrededor nuestro. Que por una sola vez nos quedábamos quietos, estables.

Ese sentimiento se hizo más fuerte cuando tuvimos que irnos de ese pequeño paraíso. Es cierto que antes de llegar por mi cabeza pasaba la imagen de una selva inmensa. Estaba segura  que tendríamos que dormir en árboles y que por mascotas no habrían perros ni gatos sino boas abrazándonos hasta la muerte. Pero era un pueblo pequeño, tanto que todos los pájaros que salían a las seis de la tarde la encerraban y la arrullaban toda entre sus alas. Para mí era el mejor espectáculo y la mejor hora del día, la que anunciaba que podía ir a visitar a  Susana, la vieja que vivía desde que el mundo era joven.

Vivía a doscientos pasos de mi casa, los contaba con ansias y cuando la veía ya sentada en la mecedora que daba a la calle me apresuraba aún más mientras que mi corazón se aceleraba. Susana tenía el pelo largo, de un color gris como el de los diamantes. Su sonrisa milenaria iluminaba nuestro encuentro y cuando empezaba a hablarme, su voz nítida la elevaban.  Me acuerdo mucho de sus piernas porque estaban cubiertas por pequeñas venas que las recorrían como ríos, y sobre todo, de sus manos que cargaban con todos sus años. Eran largas, delgadas y siempre olían a dulce de castaña. Nunca conocí a nadie que viviera con Susana pero de alguna manera todos los del pueblo habitaban en ella.

Era solo al canto de los pájaros donde podía ir a visitarla, era su única regla y yo la respetaba así mi curiosidad de niña me carcomiera. Me sentaba al lado de ella mientras la escuchaba y dejaba que me tomara de la mano, me llevaba a sus historias donde la protagonista siempre tenía su nombre.
De hecho, nunca narraba en tercera persona y se daba el pleno gusto de hacer y deshacer el mundo como quería. Pero en esa constante construcción llegaba la hora que tanto Susana como yo odiábamos, sé que si no hubiese sido por mi mamá que entraba con su afán de realidad, ambas nos hubiésemos quedado viviendo un buen rato en esos cuentos que nunca tenían un final.
La verdad no recuerdo haber tenido más amigos sino ella, los niños de mi edad no tenían nada que ofrecerme a comparación de la sabiduría que sin saberlo, Susana me impartía. Aún me gusta pensar que me contaba sus historias porque nadie más estaba dispuesto a escuchar y una niñita curiosa parecía el mejor público.

Cuando estábamos por fin quedándonos un poco inmóviles mis papás habían decidido que era tiempo de irse, de serle extraña a un mundo que me estaba abriendo sus brazos, que me aceptaba en forma de la vieja Susana. Pero ya no había nada más que hacer. Intenté esconderme en ella y salí corriendo a buscarla, sin importar que los pájaros no estuviesen en el cielo, rompiendo las reglas de nuestro encuentro. Me acuerdo que corrí con mucha fuerza esperando de alguna forma que al moverme alcanzara la quietud de los objetos, que lograra quedarme en alguna de las tantas historias de la vieja que vio al mundo nacer.

Pero al llegar, Susana no estaba en su pedestal. No había rastros de la mecedora ni de ninguno de los objetos que pertenecían a nuestro pequeño ritual, y que representaban para mí seguridad, un escape en el tiempo. Sin embargo, decidí tocar la puerta, sin estar  consciente que lo que pedía no era ver a Susana sino a la imaginación. Vi que la puerta poco a poco se fue abriendo y me mostró a una Susana sin edad, que se movía sigilosa e intrépida entre el paso de la historia. Estaba tan ocupada viviendo la aventura que me contaría en la noche que ni siquiera se dio cuenta de mi llegada.

Esta vez Susana era la india más hermosa que la tierra había cosechado, era la selva misma y sus ojos reflejaban la noche que hacía perder a los invasores dentro de su infinito cuerpo. Sentí la brisa, el frío de lo desconocido que asustan tanto a todos, pero yo estaba quieta, por fin quieta viendo a la imaginación funcionar. Mis ojos seguían a Susana que estaba en el centro de todo y de todos. Varios le hacían trenzas en sus cabellos largos y la llenaban de agasajos. La preparaban para mandarla a los que sin permiso se habían metido en la selva destruyendo todo a su paso. Hicieron de ella un caballo de Troya donde escondieron toda la furia de un pueblo. Al llegar Susana, los que hablaban otra lengua la colmaron de adjetivos que ella no entendía, al verla la tomaron por el oro que había que explotar; se dejaron confundir y cayeron en un letargo.  Ella encarnó su papel de heroína dejando salir la ira de su pueblo y vi una vez más a Susana siendo la libertad, el ensueño, la imaginación.  Me emocioné tanto con lo que me mostraba que intenté dejar de ser una espectadora, corrí a abrazarla y a felicitarla pero al hacerlo la selva ya se había desvanecido. El cantar de los pájaros nos acobijaba de nuevo y Susana me esperaba sobre su mecedora. Me contó la historia de cómo dentro de su cuerpo escondió a todos los de su pueblo para salvarse de ser domados por las armas de los hombres.

Cuando la hora del final de nuestro encuentro se fue acercando, lloré y un sentimiento de nostalgia invadió todo mi cuerpo porque sabía que no la iba a ver jamás.  Me refugié entre sus brazos, queriendo que nunca nos moviéramos. Le dije que ya nunca más escucharía sus historias, que ella no tendría nadie más a quién contárselas y volví a estremecerme entre sus piernas. Pero entonces con sus manos llenas de edad cogió mi  rostro  y me contó que me podía ir, que podía estar en cualquier lugar, espacio, tiempo y  a la misma vez estar con ella. Me dijo que la vida pasa rápida pero que podemos hacerla eterna en la memoria, me habló de la imaginación y su poder de hacer vivir. Me dio el secreto para estar en todos los lados aun estando quieta, inmóvil.