viernes, 29 de noviembre de 2013

Desde la ventana


Emilia Villalobos siempre fue para mí  toda una revelación, una ninfa diabólicamente bella que se paseaba por los jardines de mis sueños y por la ventana donde yo solía obsérvala. Envuelta en sus largos cabellos negros, ella pasaba mucho tiempo construyendo otro mundo diferente al que vivía.  Miraba al cielo que era verde para sus ojos y disfrutaba llamar a lo negro blanco.

Al ser la menor de los Villalobos, todos en aquella casa la llenaban de cuidados y vigilancias extravagantes. No dejaban que su piel tan blanca fuese acariciada por el sol porque decían que se iba a derretir, y si así lo fuese, yo hubiese sido el más feliz bebiéndomela. Salía una vez por semana y cuando lo hacía, ahí estaba yo como su sombra, siguiéndola sin que ella nunca me notara y levantando en mi corazón un pedestal donde solo estaba ella. A los diez años me imaginaba corriendo por todo su pelo y perdiéndome la vida entera, haciéndome inmortal como su figura. Y si bien yo la creí inmortal y mágica, era tan humana que el tiempo le golpeaba los huesos sin tregua y de tanto encierro y soledad, la locura iba haciendo espacio en su vientre.  

La seguí observando con el paso imparable de los días y ella mantenía inmóvil, sin darse cuenta que yo dejaba de ser un niño y que ella seguía siendo mía en sueños; continuaba sin notar que todo cambiaba a su alrededor, que su figura de adoniza se agudizaba un poco. La mayoría de los Villalobos ya habían dejado de existir, y los que estaban ya no la conocían. Se habían olvidado de ese cuarto donde seguía Emilia envejeciéndose, albergando fantasmas y maldiciones. Sin embargo, siempre la vi con los ojos del niño que jugaba entre sus cabellos, aun cuando dejaron de ser negros para pasar a ser un mar de nieve. Ya no había nadie que la protegiera de los rayos del sol,  quien admirara su belleza sino yo. Ahora era tan vieja como las vueltas del reloj pero desde la ventana se mantenía joven y hermosa. En nuestra ventana no penetraba el tiempo, yo seguía siendo niño y ella Venus.

 No existía el tiempo y fue después de mil años que, por primera vez, nuestros ojos se cruzaron. Me miró desde su lado  y esa que me miraba ya lo hacía desde el mundo inmaterial. A los días que siguieron la busqué, la esperé como siempre y no la vi más. Me hacía tanta falta adorarla, y aunque siempre la miraba desde mi recuerdo, su presencia era vital. Habían pasado mil años para que la mujer que nunca envejecía me mirara, ahora tenía que esperar otros tantos para buscarla, regresarla a la ventana para que esta vez me sonriera.  Pero ir detrás de ella significaba cruzar el límite, pasar la frontera entre su casa y la mía; cosa que nunca había hecho por el miedo a que la realidad nos abofeteara, nos quitara ese alfeizar donde el mundo se veía sin grietas, lleno de locura y de Emilia.

Caminé hasta la casa y entré sin que nadie me preguntara qué era lo que hacía ahí. Había ríos de gente y me moví entre ellos como un fantasma. Sentí la soledad con la que ella había vivido toda su vida.  Desesperadamente la busqué y  abrí todas las puertas de un largo pasillo. La encontré en el último cuarto donde se había mantenido intacta. Abrí la puerta de un mundo que me parecía inaccesible, que se me hacía posible solo desde la ventana. Vi que sus cabellos se extendían como un gran tapete blanco por toda la habitación y me costó gran trabajo nadar entre ellos para encontrarla. Estaba ahogada, revolcada entre su propio pelo, con todos sus demonios esparcidos, los demonios del olvido y la milenaria soledad, los fantasmas del tiempo y la efímera belleza.

 Me di cuenta que ella ya no iba a estar más y que nuestra ventana ya tenía las puertas cerradas, Emilia ya no iba a volver y yo tenía que dejarla ir. Quise asomarme por última vez, por fin tenía la oportunidad de ver cómo ella veía el mundo y ver mi pequeña ventana del otro lado. Pero cuando lo hice me di cuenta que ella no veía mi ventana.  Su ventana daba al cielo, a todos los mares, al mundo entero y a la infinita eternidad.  Ese era su secreto y decidió abandonarlo porque su corazón necesitaba un descanso. Con la ventana abierta estaba la inmortalidad, cerrada significaba lo real y la muerte. Tal vez era hora de cerrar la mía también y observarla desde otro universo, abrir otra donde no existiera el tiempo.

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