Emilia
Villalobos siempre fue para mí toda una
revelación, una ninfa diabólicamente bella que se paseaba por los jardines de
mis sueños y por la ventana donde yo solía obsérvala. Envuelta en sus largos
cabellos negros, ella pasaba mucho tiempo construyendo otro mundo diferente al
que vivía. Miraba al cielo que era verde
para sus ojos y disfrutaba llamar a lo negro blanco.
Al ser la menor de los Villalobos, todos en aquella casa la llenaban de cuidados y vigilancias extravagantes. No dejaban que su piel tan blanca fuese acariciada por el sol porque decían que se iba a derretir, y si así lo fuese, yo hubiese sido el más feliz bebiéndomela. Salía una vez por semana y cuando lo hacía, ahí estaba yo como su sombra, siguiéndola sin que ella nunca me notara y levantando en mi corazón un pedestal donde solo estaba ella. A los diez años me imaginaba corriendo por todo su pelo y perdiéndome la vida entera, haciéndome inmortal como su figura. Y si bien yo la creí inmortal y mágica, era tan humana que el tiempo le golpeaba los huesos sin tregua y de tanto encierro y soledad, la locura iba haciendo espacio en su vientre.
La seguí observando con el paso imparable de los días y ella mantenía inmóvil, sin darse cuenta que yo dejaba de ser un niño y que ella seguía siendo mía en sueños; continuaba sin notar que todo cambiaba a su alrededor, que su figura de adoniza se agudizaba un poco. La mayoría de los Villalobos ya habían dejado de existir, y los que estaban ya no la conocían. Se habían olvidado de ese cuarto donde seguía Emilia envejeciéndose, albergando fantasmas y maldiciones. Sin embargo, siempre la vi con los ojos del niño que jugaba entre sus cabellos, aun cuando dejaron de ser negros para pasar a ser un mar de nieve. Ya no había nadie que la protegiera de los rayos del sol, quien admirara su belleza sino yo. Ahora era tan vieja como las vueltas del reloj pero desde la ventana se mantenía joven y hermosa. En nuestra ventana no penetraba el tiempo, yo seguía siendo niño y ella Venus.
Caminé
hasta la casa y entré sin que nadie me preguntara qué era lo que hacía ahí.
Había ríos de gente y me moví entre ellos como un fantasma. Sentí la soledad
con la que ella había vivido toda su vida.
Desesperadamente la busqué y abrí
todas las puertas de un largo pasillo. La encontré en el último cuarto donde se
había mantenido intacta. Abrí la puerta de un mundo que me parecía inaccesible,
que se me hacía posible solo desde la ventana. Vi que sus cabellos se extendían
como un gran tapete blanco por toda la habitación y me costó gran trabajo nadar
entre ellos para encontrarla. Estaba ahogada, revolcada entre su propio pelo,
con todos sus demonios esparcidos, los demonios del olvido y la milenaria
soledad, los fantasmas del tiempo y la efímera belleza.
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