Mi bisabuela, la señora Antonia, que solo tenía años en la casa se
paseaba descalza por su pequeño reino. La primera vez que fui a verla mis ojos
nunca habían presenciado a la vejez y me sorprendió que caminara con la
vitalidad de mi niñez. Aquí vivía con el único hijo que no había sido capaz de
dejarla mientras que los otros siete ya
habían esparcido sus raíces tanto, que un montón de niños extraños para ella la
llamaban hasta tatarabuela. A mí me recibió con su sonrisa milenaria y sus ojos
que ya miraban más allá que acá, me invitaron a abrazarla.
Sé que su casa no era tan grande como la recuerdo pero cuando la
visité, me pareció que era el laberinto donde el tiempo se perdía para hacerse
eterno. Y así como solo iba de la puerta al corredor que la llevaba en cinco
pasos al patio, para mí la casa se extendía por toda Leticia. Durante el tiempo
que vivimos aquí su casa era paso obligado. Cada vez que la visitábamos la
encontrábamos en la mecedora que rozaba ya la calle y entre sus manos siempre
sostenía hilo y aguja con los que pasaba horas y horas tejiendo. Ahora que mi
memoria la ve sentada en el trono que era su mecedora pienso que lo que enserio
hacía era ir moviendo los hilos de nuestro presente, trenzando las vidas que
ella vio nacer.
Henri Matisse- La Desserte Rouge
Esa era la bienvenida a su casa, con la puerta siempre abierta y ella
en la entrada dispuesta a acoger a todo exiliado en su morada. Después se seguía
al pasillo que antes de llegar al patio, se desviaba a la única pieza que tenía
aquel cielo. No me acuerdo qué secretos escondía, tal vez porque no entré más de dos veces pero su geografía general la constituían dos camas, un ventilador que
no soplaba y un pequeño televisor que se sintonizaba con el pasado. Toda esta parte estaba cubierta por las tejas
que la protegían por la noche pero durante el día la torturaban por todo el
calor que recibían. Cuando llovía parecía que el techo se rompía y que con un
solo trueno la casa se venía abajo pero así como mi bisabuela, la casa que se
veía tan vieja y a punto de quebrarse
por fuera, por dentro tenía el corazón latiendo con fuerza y sus raíces se
agarraban a la vida.
Después seguía el patio que incluía la cocina, el comedor y la selva misma. La cocina
era un templo donde yo no podía ser recibida, sólo podía observarla
desde el comedor mientras que los mosquitos esperaban como yo el manjar. Todas
las veces que almorzábamos en su casa el menú era pescado y era ella la que se
lo comía entero sin cubiertos, con delicadeza lo desmenuzaba y lo acompañaba
con la fariña que nunca le podía faltar. Pero lo que hacía aquella casa tan grande para
mí era la selva que se extendía, que no conocía fin. Miraba siempre con miedo a
esos árboles y creo que nunca me acerqué por el temor a que las ramas me
agarraran sin jamás dejarme ir. Sin embargo esa selva que existía en mi cabeza
no era más que un montón de arbustos y uno o tres árboles de plátano y
papayuela.
La morada que albergó a mi bisabuela nunca más la volví a ver pero en
mi memoria esa vieja que siempre estuvo lucida, que durante noventa y ocho años
fue testigo que la vida alcanza y que al final ya es muy larga se sigue
moviendo descalza entre ese pequeño edén. La veo perdiéndose en esa selva que
yo algún día me atreveré a cruzar.
Ejercicio de Especie de Espacios. ( Relato tan verídico como suele ser siempre la memoria)
porque ya sin fuerza
el gallo deja de cantar en la mañana.
Y así como estamos hechos de uno
también somos dos y los ojos
se miran al espejo sin entender cómo
un rostro se vuelve tan viejo.
Que ahora ven siempre al pasado
en el presente se sienten en casa de extraños,
se mueven sin reconocer amparo
y el río se convierte en llanto.
Las piernas que nadaron y corrieron
se mantienen quietas y todos
los pasos que avanzaron desean
ir retrocediendo y ser niños de nuevo.
Que extenuadas flaquean ante
la puerta del forastero,
lloran por los caminos que conocieron
y ya no pisaran, de los que quedarán sin labrar.
Ya no queda más que un cuerpo
que me miró y me dijo amor.
Ya no queda sino el recuerdo porque
tan rápido como se mueve el viento
se pasa de vida a cenizas.
Eva dio luz a Adán. No sabía si
estaba en el paraíso o en el infierno pero era algo que se parecía mucho a la
tierra donde los seres humanos no son inmunes a la enfermedad ni mucho menos a
la soledad. No podía ser el paraíso porque el dolor que había sentido fue
real, tampoco el infierno porque, a pesar de todo, estaba feliz. Solo
esperaba encontrar a Adán con un pedazo de pan bajo el brazo, mejor aún, con la
ración completa para la locomotora de los días. Pero no había nada. Tal vez sí era algo como el infierno y Adán
se había dado cuenta apenas abrió sus ojos desgarrando con gritos y llantos el
velo de la inocencia de la infancia. Eva se preguntaba quién le iba a dar el
pan a Adán, rogaba al cielo que la serpiente llegará ofreciéndole algo que
comer, que la guiara hacia un árbol lleno de manzanas.
Eva reposando en la cama pensaba
en el papá de Adán ¿acaso sabría de su hijo, del dolor que ambos ahora padecían? Le dolió todo
el cuerpo aún más al saborear las respuestas, sabía muy bien que aquel señor no
cargaba responsabilidades en la espalda y que Adán jamás tendría un padre. Lo
supo cuando intentó buscarlo pero él se había ido para nunca ser encontrado.
Serían los dos solos en la tierra y Eva se encargaría de él, trataría de alejarlo
del mal que los rodeaba. Pero ¿después qué harían? A Eva la habían echado
del trabajo cuando su vientre empezó a cargar vida, después decidió trabajar de
empleada en algunas casas mientras que el bebé nacía pero ahora no podía
hacerlo, no tenía con quién dejar a Adán y llevarlo no era una opción.
También pensó en su familia, en su corta infancia y de lo que había sido
de su vida. Su familia vivía lejos de Bogotá y había perdido contacto con ellos
desde hacía ya bastante tiempo. Llamarlos era imposible, incluso volver o
visitarlos porque no tenía el dinero suficiente. Eva se fue de la casa cuando
tenía 16 años, lo poco que sabía de la vida lo había aprendido a golpes. Ahora
tendría que enseñarle a Adán, guiarlo en un mundo donde todos están ciegos, caminar
con él en su regazo tropezando en el camino.
La médica del hospital se acercó
y le dijo que había más señoras que venían, no podrían tenerla por mucho tiempo
en la cama. Ella sabía que tendría que irse pronto de allí a la calle pero
esperaba que la médica que se veía tan buena le preguntara si tenía algún sitio
a dónde ir y ella respondería a toda prisa que no, que la ayudara. La cogería
de la mano rogándole que le diera un día más pero la médica dio la vuelta a
anunciarle a otras señoras que tendrían que salir también. Había sido
desterrada del paraíso y el único pecado que había cometido era ser pobre e
ingenua.
Le entregaron a Adán ya limpio de
toda ella. Lo vistió con la ropa usada que el hospital le regalaba y salieron
sin saber a dónde guiados por la angustia y el miedo que Eva encerraba. La
verdad es que el techo que los cubría era el mismo cielo que se les caía encima
lleno de goteras. Pensó en un lugar donde pudiera conseguir refugio y la
casa de la señora Marta se fue dibujando en su cabeza. Su imaginación vio cómo
la gran puerta de madera se abría y dejaba ver a esa señora imponente que se
pavoneaba de elegancia sosteniendo las llaves de otro paraíso. Ella la ayudaría
al ver al pequeño que cargaba entre sus brazos y le daría un pequeño trozo de
la ambrosía de su reino.
Caminó con Adán entre sus brazos
hasta la casa que conocía tan bien. Estiró la mano derecha con la intención de
tocar el timbre mientras que con la izquierda sostenía al niño. Su índice
se sostuvo en el aire dudando pero el hambre que sentía la impulsó y cuando por
fin timbró el miedo la estremeció tirándola al suelo, haciendo que se aferrara
cada vez más a su hijo. Ahora las palabras se le olvidaban y esperaba que esa
imagen suya fuese suficiente, que al verla la señora Marta escuchara un grito
de ayuda. Al oír el timbre la señora Marta dirigió sus pasos hacia la
puerta sin ninguna prisa. Pensó que alguna de sus amigas pasaba de sorpresa y
que tomarían el café de las seis hablando de las nimiedades de rutina. Cuando
fue a abrir encontró a esa muchacha que había echado por tener el aire siempre
tan enfermo, porque le molestaba verla moverse entre su reino con esa miseria que
ella nunca había conocido. Eva al sentir que la puerta se abría levantó sus
ojos llenos de piedad mientras que Adán permanecía quieto, abrigado en la fe
que Eva sentía hacía aquella señora pero ¡Qué ingenua había sido Eva al creer
en la humanidad del ser humano! La señora Marta al verla con aquel niño entre
sus brazos se vio ofendida. Sintió que la realidad, a la que tanto gustaba en
esquivar, la azotaba y le daba golpes en la cara. Gritó sin escuchar a
Eva que le tendía la mano desde el suelo, ya no buscando dinero sino algo de
bondad entre esos ojos crueles que la despreciaban desde siempre. Su voz fue el
rayo que permitió que la tormenta corriera sin preocupación alguna sobre ellos:
“NO TENGO NADA PARA USTED, ¡VÁYASE!” pronunció mientras cerraba de un golpe el
portón de lo que Eva había creído era el cielo.
Las lágrimas brotaron en ambos.
Ahora se abandonaban a la noche y al miedo de no encontrar un hogar entre la
multitud. Eva caminó dejando atrás la casa y toda esperanza, sin fuerza en las
piernas y cansada de los brazos se detuvo. Pensó que aquel hijo que salió de
sus entrañas y ella eran fantasmas porque la gente iba y venía sin
verlos, atravesándolos. Se alegró de pensar que no estaba en este mundo pero
Adán le recordó el cansancio que tenía su cuerpo. Lloró pidiéndole la leche de
su pecho pero a tal punto Eva lo único que podía darle era leche ya podrida y
amarga. Después de un tiempo Adán calló abatido en su derrota y encontró
al sueño mucho más acogedor que la realidad. Eva se dio cuenta que no había
tenido tiempo para reconocer a su hijo entonces decidió pasar su mano por el
pequeño rostro de adán. Recorrió cada poro de su piel, con el mayor cuidado sin
despertarlo de su ensueño. Le había dado la vida pero ¿qué podía hacer con
ella?
Desvanecida por el cansancio y el
hambre se dejó caer junto a Adán. Ya en el suelo volvió a apretujarse contra su
hijo para poder sentir el calor que él encerraba y así se fue dejando al sueño
y al descanso, desobedeciendo al hambre y al miedo que la recorría. Mientras tanto la lluvia se abrió paso sin
tener conciencia de que algunos no podían escapar de ella. La gente continuaba
moviéndose con rapidez. Unos corrían mientras que otros abrían sus paraguas
pero todos seguían su camino sin siquiera mirar a Adán y Eva que permanecían en
el suelo. Con la lluvia, la tierra donde estaban cobraba vida, se volvía
movediza convirtiéndose en un vals que ahora los arrullaba. Los dos se sentían
de nuevo en el vientre de sus madres. Era el sueño, el descanso, ya la muerte
que los abrazaba. Ese era su edén y nadie los desterraría. Ambos eran felices porque
su miseria se quedaba ya fuera de su mundo. Ambos eran felices al saber que los
ojos de Adán no verían nunca el mañana, que Eva renunciaba del presente. Al
ignorar que la vida de Adán no dio fruto y la de Eva nunca alcanzó a florecer.
En la cabeza de Mariana los encuentros casuales están fuera de la
mesa. El mundo de la casualidad y del destino solo lo encontraba en la
atmósfera de la Maga y Oliveira.
En la cabeza de Mariana, sin embargo, siempre hay una posibilidad
para todo. Ella siempre niega la indecisión y asume que es muy segura
pero al voltear a la derecha siempre está la izquierda que le grita, el
frente que la seduce y el regresar que la tira de pelo. Siempre hay indecisión
en su camino y cómo no sí hay tantos por dónde ir, porque todo tiene su
antónimo, su contrario, porque elegir un inicio aquí significa no empezar allá.
A pesar de lo difícil que le resulte el abandonar para elegir después de mucho
lo hace y de vez en cuando los arrepentimientos vienen pero los espanta con el
presente.
Hoy Mariana fue a la cinemateca, no es algo que ella acostumbre
hacer, de hecho hoy había sido su segunda vez. Iba caminando por la séptima
pensando en llegar a la estación, coger el transmilenio e ir a su casa para
entregarse a la soledad pero estaban pasando una película de Godard. Lo pensó
por mucho tiempo, si quedarse o irse, pero sin darse cuenta ya estaba en la
fila y alguien le pedía los 2.000 pesos para entrar.
Se sentó no muy lejos de la pantalla y mientras la sala se llenaba
notó que era la única persona sin compañía. No se sintió mal, la cabeza de
Mariana estaba acostumbrada a la soledad, era de alguna manera incómoda cuando
estaba rodeada de gente que sí conocía. Al lado suyo se sentó una pareja
que durante toda la película gozaron en ignorar a la inocente actuación de Anna
Karina, a Mariana y al resto de la sala. Al frente de Mariana, en toda la fila
horizontal se sentaron un grupo de amigos y amigas que parecían ir todos los
días a la cinemateca. Durante la película tuvieron sus ojos fijos en la
pantalla tratando de retener cada momento en sus pupilas. En el asiento frente a ella se hizo un muchacho que hacía parte del
gran grupo. Al sentarse, Mariana lo miró y sintió gran simpatía por él, por
todos ellos en realidad. Se imaginó siendo amiga de ellos, cogida de la mano de
todos y atravesando el Louvre corriendo como hacían en la película, pero
todas esas ideas se desvanecieron cuando la luz se prendió y la realidad bajaba
el telón.
Hoy Mariana fue a la cinemateca, no es algo que ella acostumbre
hacer, de hecho hoy había sido su segunda vez. La primera vio una película que
no le gustó para nada y que olvidó apenas salió. Hoy había visto Bande à part y
a gente que imaginó eran sus más fieles amigos.
II
El barrio donde vive Mariana es demasiado tranquilo para su
gusto. La mayoría aquí, a decir verdad, son viejos y viejas que
salen por las mañanas, algunos con sus enfermeras, a tomar el sol al parque.
Este es el momento máximo de su día, no desean más. Aunque hay otros que
todavía tienen energía y pueden caminar hasta la panadería después de las
cuatro de la tarde para hablar, la mayoría de veces, sobre fantasmas que sólo
habitan en sus memorias.
A Mariana le gusta verlos pero no por mucho tiempo porque después
le da melancolía el pensar que el futuro eventualmente desemboca en no estar
más. Se pregunta si ellos están más cerca de la muerte que ella o si en
realidad todos estamos a la misma distancia.
Hoy Mariana hizo lo mismo que hacía todos los días, salvo que al
regresar a su casa se encontró con una gran sorpresa. Se levantó temprano para
ir a trabajar. Su trabajo quedaba en el centro y tenía que llegar a las 9 de la
mañana. La estación de Transmilenio no quedaba tan lejos de su casa así que se
fue a pie viendo que algunos de los viejos y viejas ya se encontraban en el
parque. Cogió el J73 que la dejaba en la estación museo del oro y de ahí caminó
hasta el café. Era ella la que tenía que abrir y organizar las mesas porque su
turno era de 9 a 3 de la tarde. Hoy no estuvo tan movido como otros días, ni
siquiera a la hora del almuerzo así que aprovechó para terminar el libro que
había estado leyendo esa semana. Lo había comprado en una pequeña librería que
quedaba cerca al café. El librero-que era un viejo lleno de edad, no por el
paso del tiempo sino más bien por la cantidad de hojas que había leído en su
vida -cada vez que venía Mariana la reconocía y le sonreía pero siempre con
cierta distancia, sin extenderse más allá de lo que él creía debido. La veía
siempre revolcarse entre los libros en pesquisas la mayoría de veces
fructuosas, otras donde solo venía a perder el tiempo y ver qué podría leer después. Esa
vez había recogido a Miller y a su trópico de Cáncer. Ahora que lo
terminaba pensaba en que de pronto ella también debería abandonar su pequeño
París y cruzar el mar, irse pero ¿adónde...?
Ya eran las tres y esperó a que su compañero llegara a
reemplazarla, pasaron 20 minutos hasta que él llegó excusándose de la demora.
Siempre era así, a veces no llegaba hasta las cuatro pero a Mariana no le
molestaba para nada, le gustaba mucho el ambiente del café o tal vez ya estaba
acostumbrada a esperar.
Caminó de nuevo a la estación para devolverse a su casa. A esa
hora el Transmilenio no estaba tan lleno y disfrutaba ver la ciudad moverse
mientras ella la miraba desde la ventana. El trayecto no tomaba más de cuarenta
minutos pero este viaje se le hizo mucho más corto que los demás, deseó en lo
más profundo que esa máquina roja se moviera entre los túneles de la eternidad.
Vio al mismo muchacho que se había sentado al frente de ella en la película,
ese por el que había sentido gran simpatía y de quien quiso ser amiga.Lo miró de reojo, por el
reflejo de la ventana, se imaginó que se sentaba al lado ella y empezaban a
hablar sobre todas las cosas que pudiesen tener en común, que le presentaba a
sus demás amigos e iban todos los días a la cinemateca. Volteó a verlo y
se dio cuenta que ya tenía que bajarse, su estación ya estaba al frente y el
deseo de nunca bajarse le volvió. Pero entre quedarse o bajarse el muchacho se
bajaba en la misma estación que ella y ya se movía hacia el puente. Mariana
salió y también caminó para cruzar el puente. Estaba varios pasos detrás de él,
pensó que en aquel punto él cruzaría a la izquierda y ella a la derecha y que
sus caminos jamás estarían tan cerca como ahora pero él seguía la misma ruta
que Mariana debía seguir. Cruzaron el parque y después ella lo vio doblar por
una de las calles que estaba llena de edificios. Siguió caminando hacia su casa preguntándose qué
podría traerlo a su misma atmósfera tan aburrida pero el hilo de sus
pensamientos se fue enredando y poco a poco se fue alejando de aquel muchacho.
Hoy Mariana hizo lo mismo que hacía todos los días, salvo que al
regresar a su casa se encontró con una gran sorpresa. Vio al muchacho de la
cinemateca dentro de su barrio, ese que ahora dejaba de ser tan aburrido.
III
En los últimos días Mariana
comenzó a pensar en lo pequeño que puede llegar a serel mundo o a decir verdad, su mundo. Al parecer cada vez somos más y el espacio
permanece igual que vamos tropezándonos con
todos todo el tiempo. Esa era la explicación que se había dado al pensar en el
porqué se seguía encontrando con aquel muchacho. La primera vez había sido en
la cinemateca, la segunda en el transmilenio, la tercera, cuarta y quinta vez habían sido en su barrio cuando caminaba por el parque o
solo pasaba por ahí. No paraba de preguntarse si él también la había reconocido
o si su cara para él era la misma cara
de la multitud. Era cierto que las
casualidades ni el destino existían para
ella porque jamás loshabía presenciado
pero ahora su soledad tomaba ventaja de estos encuentros que los transformaba
en algo más.Cada vez que lo veía se
imaginaba situaciones diferentes donde se conocían o pequeños detalles sobre él siempre apoyados sobre la tierramovediza de su imaginación.
Mariana no acostumbra salir los
fines de semana pero hoy lo hizo. Fue a un bar cerca del parkway donde se
había quedado en encontrar con toda la gente del café. El dueño los había
invitado obligándolos a ir y Mariana no
tuvo oportunidad de sacar alguna de las muchas excusas que estaba acostumbrada
a dar. Tenía dinero suficiente para irse y regresarse
en taxi. Le gustaba llegar temprano a todos lados pero consideró que era mejor no
llegar de primeras. Se tomó su tiempo antes de salir pensando en cómo iba a ser
esa noche.
Al llegar se dio
cuenta que la mayoría ya había llegado. Saludó a todos y se sentó en la mesa al
lado de Gustavo, el que siempre llegaba tarde a reemplazarla. El bar le pareció bastante agradable, muy lejos
de lo que ella había pensado. Se había imaginado un lugar lleno de gente
bailando reggaetón y vallenato sintiéndose fuera de lugar pero aquí el jazz, el
blues y hasta la salsa compartían lugar.
El jefe los había reunido porque en realidad ya no era más
su jefe. Había vendido el café y decirles que estaban despedidos bajo ese
ambiente le resultaba mucho mejor.
Mariana tenía ahora que buscar un
trabajo pero sabía que lo que en realidad necesitaba era otra vida, vestirse
sobre otra piel, recoger la de alguien más y hacer que fuese suya, irse pero
¿adónde...?
Después de las once de la noche solo estaban los ahora
desempleados y otros tantos que entraban e iban. Mariana quiso irse muchas
veces pero el sentimiento de quedarse también le venía. Se dio cuenta que no
era la única que se sentía inconforme con su vida y que compartir ese
sentimiento con los demás era mucho más agradable que hacerlo sola con sus
lamentos. Algunos ya estaban borrachos pero ella no; nunca lo había estado y
esta noche tampoco lo iba a estar. Su corazón a pesar de todo se sentía feliz
por la música que sonaba y porque podía ahora identificarse con los demás,
entre tanta soledad no estaba sola.
En el bar los sábados acostumbraban a tener bandas en vivo y hoy no
era la excepción. Ya habían subido dos al escenario. Mariana los miraba entre
las cabezas de la gente porque su mesa estaba al final de la sala, sin embargo
disfrutaba y cada que finalizaba una canción aplaudía. No había estado así de
feliz en mucho tiempo, se sentía en el lugar donde siempre había querido estar.
Ya eran más de las doce y las personas empezaban a irse. Cuando las
cabezas que no dejaban ver a Mariana se fueron, se dio cuenta que el que tocaba
el saxofón en la banda era el muchacho que había estado viendo. Empezó a
preguntarse si la imagen de aquel extraño no era más que un consuelo para su
soledad, si de verdad lo había visto alguna vez o si solo existía en su cabeza. Pensaba en que si de alguna forma se acercaba
él no la reconocería, era ella la que
siempre lo veía. No sabía cómo romper esa barrera de extraños con aquel
muchacho que creía conocer tan bien. Pensó que tal vez lo seguiría viendo por
ahí, al voltear en la esquina él estaría ahí sin saber que ella estaba o
incluso que ella era. Al verlo de nuevo pensaría en todas las conversaciones posibles,
buscaría muchas preguntas y encontraría por fin respuestas. El extraño seguiría tocando el saxofón en sus recuerdos y con el jazz y el blues se acordaría de él. Podía acercarse pero sabía que él no la vería
y así le pareció bien. Los encuentros seguirían sucediendo y caminaría para
buscarlo, verlo pasar y olvidarlo. Mariana no acostumbra salir los fines de semana pero hoy lo hizo. Vio otra vez al muchacho de la cinemateca, del transmilenio, del saxofón, al caminante de las calles solitarias de su mundo y entendió que él sería el extraño más conocido en su camino.
Mientras
lanzaba piedra tras piedra mis ojos se concentraban en cada oscilación, pensaba
como cada cosa en mi vida no obedecía a tal movimiento, todo iba en regresión.
Alcanzaba a ver mi reflejo y veía cómo se distorsionaba y volvía a aclararse
cuando el agua dejaba de temblar. Contemplé mi reflejo siempre de la manera en
que lo había hecho, como una extraña. También pensé en cómo esa imagen que me
miraba sorprendida me pertenecía sólo cuando algo más me ayudaba a recordarla.
En ese momento cerré mis ojos e intenté pensarme, saberme en el espacio y verme
sentada en ese lago pero solo pude verme a partir de fotos y espejos. En este
sueño tampoco logré tener una visión clara de mí, para existir estaba el
destello del agua que me hacía recordarme.
Estuve
quieta, tan inmóvil como se puede estar en los sueños que lo único que me movió
de ese aislamiento fueron las oscilaciones que llegaban de la otra orilla que
estaba ahí como sí siempre hubiese sido así.
Me levanté de inmediato tratando
de obtener una mejor vista y ver si podía reconocer a alguien del otro lado. Nadie
se veía allí y quise irme pero no pude moverme con la facilidad que esperaba.
De alguna manera estaba obligada a estar ahí. Volví a esperar porque era el
único verbo que podía hacer y en un momento, las oscilaciones habían vuelto. La
orilla, se me hizo a mí, estaba ahora más cerca y pude ver a una mujer lanzando
piedras y con los ojos fijos en el agua.
La mujer estaba tan concentrada que
sentí que mi presencia me empezaba a estorbar por la única razón de molestarla pero
ella ni siquiera había reparado en mí. Sin saber si lo que veía era real pensé
en lanzar otra piedra para que el movimiento del agua provocara la misma
reacción que yo había tenido. Antes de hacerlo contemplé esa escena de ensueño de mi sueño con el temor
de que al lanzar la piedra la mujer desaparecería. Levanté la primera piedra que encontré y la
lancé cerrando mis ojos. Dibuje en mi mente la curva con la que había entrado
al agua, el sonido con el que la tocó, cómo se hundía en el agua hasta tocar el
fondo del lago y en las formas que hacían las oscilaciones hasta llegar a la
otra orilla.
Lentamente
volví a abrir mis ojos y vi a la mujer que me miraba sin parpadear, deseando
también desaparecer. Lo primero que hicimos fue observarnos desde esa distancia
que se me hacía cada vez más corta. No dijimos nada por largo tiempo, solo nos
veíamos en el espejo de la otra. La cara de la mujer era el reflejo del lago,
de una fotografía mía. Reconocí nuestra nariz que mira todo primero que
nuestros ojos un poco rasgados que no podían ser de otro color que el de la
soledad. Levanté mi mano derecha
haciendo un gran esfuerzo para alcanzarla y comprobarnos iguales pero ella se
quedó quieta analizándome, viéndome con otra cosa que no podía ser más que el
miedo. Tratando de alcanzarla sentí que
la orilla donde ella estaba se acercó aún más, tanto que con un pequeño salto
bastaba para estar al otro lado. Sin embargo nos abstuvimos de traspasar el
borde. Al tenerla más cerca comprobé que
lo único que nos diferenciaba era el largo de nuestro cabello, el mío me rozaba
los hombros y el de ella se movía con toda libertad por sus caderas. También me
imaginé que nuestro pasado, incluso nuestro tiempo era diferente pero por
alguna razón nuestro presente desembocaba en un ahora que compartíamos.
La
mujer de la otra orilla había quebrado el silencio con una especie de
soliloquio olvidándose que yo estaba al otro lado. Hablaba en ingles con un
acento que pensé que era sureño pero no lo pude localizar con precisión. Su
tono de voz tenía la misma tonalidad que la mía y volví a sentir la incomodidad
de verme como reproducida en un vídeo. A medida que pronunciaba su discurso me
di cuenta que todas esas palabras que lanzaba al aire tenían la intención de
hablarme, me estaban contando todas las respuestas a las preguntas que tenía,
su historia y el porqué de su tristeza. Hace mucho tiempo que venía escapando de la
miseria con la que había nacido y buscaba la libertad que se le había sido
negada. Logró escapar con gran suerte en un barco lleno de otros como ella hacía Europa pensando encontrar algo nuevo
pero se dio cuenta que sin importar el lugar donde estuviera la sordidez
estaría con ella como su más fiel compañera. Después de navegar por más de dos meses sin
saber día ni noche, solo conociendo el hambre y compartiendo el sueño con las
ratas llegó a Londres queriendo conocer la gentileza del mundo pero el frío y
la misma pobreza la recibían con los brazos abiertos en su llegada. Por muchos días vagó y se dio cuenta que ahora
estaba al servicio de lo incierto, incluso llegó un momento en el que enserio
quiso regresar pero después conoció a Adele que se ofreció a guiarla entre
tanta incertidumbre. Le preguntó qué sabía hacer y por ahí ya habían empezado
mal porque ella tan solo había conocido la esclavitud y hasta ahora la libertad la asustaba. Adele
al ser la mujer más buena que jamás había conocido le encontró un trabajo en un
bar que quedaba cerca al puerto y que en las noches se llenaba de comerciantes
y marineros. Aún trabajaba ahí y las cosas sí han cambiado – me dijo con una
sonrisa que se le borró en un instante de su rostro-. Quise preguntarle si era
feliz pero no me atreví así como tampoco lo hice al no contarle mi historia
porque yo era cobarde, porque yo tenía libertad y no sabía qué hacer con ella.
El
borde aún nos separaba y en un impulso salté para abrazarla y mostrarle toda mi
admiración pero cuando me vio
saltar, como un reflejo moviéndose de forma paralela a mí, ella también lo
hizo. Ahora estábamos en la orilla de la
otra, en islas del tiempo opuestas. En
ese momento me desperté y me di cuenta que seguía en el borde ajeno, me levantaba
en un tiempo mucho más antiguo que nunca me había visto nacer, bajo mi misma
piel pero con un pasado diferente y un presente que no me pertenece. Lo que me
inquieta ahora es pensar en ella y en la vida con la que se va a encontrar, de
pensar que esa orilla que era mía no se encuentre jamás con esta que ahora
piso, de pensar que haya más orillas y bordes que cruzar, más fragmentos de tiempo
y espacio.