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Friso de Beethoven- Gustave Klimt |
Hace ya dos
días que Eduardo no se para de la cama. Su esposa, Doña Antonia, ya no sabe qué
más hacer. Ayer Doña Antonia lo había esperado toda la tarde con la angustia en
la garganta. Eduardo había salido a las siete de la mañana, como todos los
días, con la canoa de madera que el mismo había construido. Desde la ventana
de la pequeña casa que venían compartiendo por más de cinco años lo despidió.
Sacudió varias veces su mano derecha y lo encomendó a Dios porque no conocía a
nadie más que hiciera ese trabajo. Cada mañana el espectáculo matutino era el
mismo; le gustaba observar la orquesta que
hacían todas las canoas de la vereda al salir de la orilla y cómo, poco a poco,
cada una cogía su propio ritmo repartiéndose un fragmento del infinito rio.
La ausencia
de la lluvia había hecho que el río se secara y la pesca descendiera, pero con
la llegada de marzo las cosas parecían mejorar,
excepto para Eduardo. Él no había vuelto con los demás a la hora del almuerzo,
Doña Antonia se imaginó que la pesca había sido tan milagrosa que tuvo que
quedarse pescando toda la tarde. Cuando Eduardo llegó lo primero que le
preguntó fue por los benditos pescados.
-
¿Y
los pescados? ¿están en la canoa?
-
No,
están todavía escondidos mija
-
¿Y
entonces? Yo lo he esperado todo el día aquí sentada ¿y sabe de qué me di cuenta? Los pescados se están escondiendo sólo de
usted, a los vecinos no les pasa lo mismo. Mañana me va tocar ir a mí, sino nos
vamos a morir de hambre.
-
Me
voy a dormir- respondió Eduardo sin ganas ya de pelear.
-
¿Y
no va a almorzar?
-
No
mija.
Eduardo fue a acostarse mientras que Antonia lo seguía
como su fiel sombra llenándolo de reproches e insultos. No paraba de repetir
“Si yo no me hubiese casado con un perezoso ya tendría casa, finca y hasta
mozo. Pero qué se le puede pedir a usted que ni siquiera ha sido capaz de
dejarme preñada… pero hasta mejor. Imagínese. Usted bien feo y yo bien boba” Pero
ninguno de los reproches de Doña Antonia le llegaban, Eduardo ya había empezado a soñar.
Hoy Doña Antonia se levantó a la misma hora de
siempre. A las siete de la mañana el sol ya estaba bien despierto y el bochorno
de la selva empezaba a levantarse. Se levantó y se asomó por la ventana viendo
cómo la orquesta partía sin su marido. Después se dirigió a la cocina para ver
qué podía inventarse para el desayuno, calentó la mitad del almuerzo que
Eduardo había rechazado sin ganas la noche anterior y se sentó esperando a que
Eduardo se parara de la cama, pero, pasada media hora él no salía de su templo;
Antonia, roja de la piedra, de un saltó llegó al único cuarto de la casa
gritando:
-
-Si
usted no se para de esa cama ya, nos vamos a poner todos a dormir ¿Pero sabe
dónde? ¡¡EN EL INFIERNO!!
Pero Eduardo con los ojos bien cerrados, seguía sin
escuchar nada. Viendo que sus palabras no le llegaban al pálido durmiente
decidió esperar a que se levantara por su propia cuenta. Así tendría más tiempo
para pensar en más insultos, le diría que hubiese sido mejor para ella de casarse con el otro viejo que le habían
escogido, le restregaría en la cara que sus hermanos vivían en Leticia en casas
propias hechas en cemento mientras que la de ella ya se iba cayendo, pero
esperó, esperó y la espera no hizo nada. A las doce de la mañana Doña Antonia
estaba llena de reproches sin tener a quién decírselos. Entonces dejó de
preparar su discurso y pasó a la acción, se abalanzó sobre el cuerpo del
ausente y empezó a soplarle los odios, abrirle las pupilas, le movió la pierna
derecha, después la izquierda, le levantó ambos brazos y nada hacía efecto. El
cuerpo de Eduardo se había convertido en un títere de huesos. Una última
solución se le vino a la cabeza, como última acción atravesó la vereda hasta
llegar al borde del río, llenó una gran olleta de agua y bajo el sol, que a esa
hora no conoce piedad, la arrastró hasta la casa. En un último esfuerzo llegó al cuarto, la
alzó y regó cada gota de agua esperando que así despertara, pero Eduardo con
los ojos bien cerrados, seguía durmiendo.
Es aquí donde Antonia se da cuenta de una verdad que
es cierta a medias. Eduardo no anda durmiendo. Eduardo anda muerto, entonces
suelta un grito dejando escapar los reproches que había estado acumulando. El
grito hace que toda la vereda deje de almorzar para ver de dónde proviene el
alboroto y en un segundo, la casa que se caía a pedazos se hace tan grande que
la vereda entera contempla al muerto dormir.
-
¡Se
ha muerto! Ya lleva un día entero que no se ha levantado. ¡Se me ha muerto!
Ahora si no tengo nada ¡Nada!
-
Pero
doña Antonia, ese no está muerto, mire no más cómo se le mueve la barriga y le
tiemblan las pestañas –dijo el primero-
-
Pero
si no se le mueve ni un pelo. Doña, es mejor que llame al padre, si quiere yo
voy corriendito en la canoa y se lo traigo de Leticia.-dijo el segundo-
-
Qué
padre ni qué nada. Quién dijo que se necesita un padre para enterrar un muerto
-dijo un tercero que se ofrecía a enterrarlo con sus propias manos-
-
Doña Antonia, mire, mire, mire no más cómo se
mueve- dijo el primero con un tono de superioridad al tener razón-
-
¡Virgen
santa! Pero sí está más vivo que la selva- dijo el segundo que seguía con la
idea de traer al padre-
Doña Antonia y la vereda entera ven cómo cambia de
costado para seguir durmiendo. Eduardo es incapaz de entenderlos, los
berrinches de su esposa y los gritos de la vereda le llegan en vagos ecos que
lo único que hacen es arrullarle más el sueño. Está en la lejanía de un
universo que empieza y termina en cada borde de la cama hecha a puro palo
sangre. Tampoco puede escuchar la sentencia que viene de pronunciar la vieja
más vieja del pueblo. Al entrar lo mira tirado en la cama y dice que tiene la
enfermedad, enfermedad que nadie conoce pero a la que todos temen. La misma
vieja más vieja del pueblo se había encargado de sembrar la historia en la
imaginación de todos repitiéndola como un sagrado credo.
-
No
está muerto. Está soñando el sueño de la muerte, es esa la enfermedad. Y
ustedes que nunca me han creído, cuántas veces no les he dicho que mis pa…
-
“Mis
papás, mi marido y mis vecinos se han muerto de la enfermedad y yo no dormí por
3 semanas, yo me lo recuerdo”-dice en coro la vereda.
-
Doña,
entonces es mejor traer al médico- dice el mismo que propuso traer el padre.
-
Vaya
y llámelo pues. Rápido. En la cocina hay medio plato de pescado, es lo único
que le puedo dar para pagarle.
-
¿Pero yo qué les he dicho? La enfermedad no
tiene cura. No se sabe por qué llega pero sí se sabe a dónde va y todos han
terminado bien muertos.
Doña Antonia sabe que la vieja más vieja tiene razón
pero prefiere creerla loca y manda a traer al médico. El viaje a Leticia
siempre demora una hora pero sabe que tomará más tiempo mientras lo convencen
de cruzar; ya nadie cruza de ese lado del rio, salvo para cobrar impuestos.
Agradece a los cinco hombres que se ofrecen a buscar ayuda mientras que otras
mujeres, menos creyentes en la ciencia, van preparando los ingredientes para
traer este muerto a la vida.
Adentro, más allá de Doña Antonia, las mujeres y los
hombres, la vereda y el fantasma de Leticia, Eduardo sueña selva. El aire
cansado de tanto vaivén decide esconderse; ninguna hoja se mueve, solo aquellas
que se rozan con el revolotear de los pájaros, con el pasar de los micos; la
luz se pierde entre la copa de los árboles y Eduardo siente moverse entre
sombras. Lleva caminando mucho tiempo con la esperanza de encontrar la vereda y
ver a Doña Antonia en la entrada de su casa, pero sus pasos que ya han perdido
el ritmo con el que venían lo han alejado del camino. Sus piernas le palpitan y
sus pies le piden a gritos un descanso, entonces se detiene a respirar… Respira
y se da cuenta que está lejos, muy lejos,
tan lejos que se siente cerca del corazón de la selva. La calma que todo lo
cubre se transforma en tormenta y los latidos de la selva retumban como el
rugido del jaguar. Empieza a sentir que las ramas de los árboles lo acechan, lo
persiguen, lo van enlazando hasta sofocarlo.
Afuera, el cuerpo de Eduardo que está cubierto de
plantas y menjurjes empieza a sudar y a temblar. Doña Antonia, que hace más de
dos horas que está en la ventana esperando al médico, lo escucha gemir y vuelve
a arrodillarse junto a él. La vereda también se forma haciendo un círculo
alrededor de la cama viendo cómo Eduardo empieza a sollozar, a gemir, a gritar.
La vieja más vieja lo condena de nuevo diciendo que ya no hay nada más que
hacer, pero la voz de la vereda la calla entonando el nombre de Eduardo con
fuerza; esperan que en una de esas abra los ojos. Él, a lo lejos, escucha el
murmullo de una voz que lo llama. Entonces responde al llamado pero le contesta
el barullo de las hojas caídas que tocan un compás de muerte. Cree ver que el
suelo se levanta arrastrándose poco a poco hacía él y entiende que debe correr.
Una anaconda se le acerca. 4 pasos que da y ella da
16. Corre y corre pero su cuerpo no puede seguir combatiendo con el infinito
cuerpo de la serpiente. La vereda y Antonia, desde arriba continúan velando al
que ya está muerto. Eduardo tiene la anaconda detrás besándole los pies y por
escapar intenta treparse a un árbol. Quiere llegar a la copa, a lo más alto, a
la vida pero sus pies no se despegan del suelo.
Arriba, los cinco hombres tocan puerto, sus rostros llevan la marca de
la derrota; ni el doctor, ni el padre, ni el alcalde los habían escuchado. En
silencio, se unen a la vereda y lo único que se escucha son los gritos de
desesperación de Doña Antonia y Eduardo.
Mientras tanto, la anaconda va conquistando con la calma
de la eternidad cada parte del cuerpo de Eduardo. Los pies y las piernas ya no
pueden dar batalla y todo lo demás se deja seducir. Cada poro respira la
grasienta piel de la serpiente que lo va encerrando poco a poco en su
laberinto. Eduardo que sabe que ya está vencido, deja de dar pelea y se entrega
soltando un último suspiro. Arriba, el suspiro llega como un grito agudo. La
vereda y Doña Antonia se despiden de una vez por todas del muerto mientras
que la vieja más vieja repite el credo
de la enfermedad.