domingo, 3 de julio de 2016

La enfermedad

Friso de Beethoven- Gustave Klimt

Hace ya dos días que Eduardo no se para de la cama. Su esposa, Doña Antonia, ya no sabe qué más hacer. Ayer Doña Antonia lo había esperado toda la tarde con la angustia en la garganta. Eduardo había salido a las siete de la mañana, como todos los días, con la canoa de madera que el mismo había construido.  Desde la ventana de la pequeña casa que venían compartiendo por más de cinco años lo despidió. Sacudió varias veces su mano derecha y lo encomendó a Dios porque no conocía a nadie más que hiciera ese trabajo. Cada mañana el espectáculo matutino era el mismo; le gustaba observar la orquesta que hacían todas las canoas de la vereda al salir de la orilla y cómo, poco a poco, cada una cogía su propio ritmo repartiéndose un fragmento del infinito rio.

La ausencia de la lluvia había hecho que el río se secara y la pesca descendiera, pero con la llegada de marzo las cosas parecían mejorar, excepto para Eduardo. Él no había vuelto con los demás a la hora del almuerzo, Doña Antonia se imaginó que la pesca había sido tan milagrosa que tuvo que quedarse pescando toda la tarde. Cuando Eduardo llegó lo primero que le preguntó fue por los benditos pescados.
-          ¿Y los pescados? ¿están en la canoa?
-          No, están todavía escondidos mija
-          ¿Y entonces? Yo lo he esperado todo el día aquí sentada  ¿y sabe de qué me di cuenta?  Los pescados se están escondiendo sólo de usted, a los vecinos no les pasa lo mismo. Mañana me va tocar ir a mí, sino nos vamos a morir de hambre.
-          Me voy a dormir- respondió Eduardo sin ganas ya de pelear.
-          ¿Y no va a almorzar?
-          No mija.

Eduardo fue a acostarse mientras que Antonia lo seguía como su fiel sombra llenándolo de reproches e insultos. No paraba de repetir “Si yo no me hubiese casado con un perezoso ya tendría casa, finca y hasta mozo. Pero qué se le puede pedir a usted que ni siquiera ha sido capaz de dejarme preñada… pero hasta mejor. Imagínese. Usted bien feo y yo bien boba” Pero ninguno de los reproches de Doña Antonia le llegaban,  Eduardo ya había empezado a soñar.

Hoy Doña Antonia se levantó a la misma hora de siempre. A las siete de la mañana el sol ya estaba bien despierto y el bochorno de la selva empezaba a levantarse. Se levantó y se asomó por la ventana viendo cómo la orquesta partía sin su marido. Después se dirigió a la cocina para ver qué podía inventarse para el desayuno, calentó la mitad del almuerzo que Eduardo había rechazado sin ganas la noche anterior y se sentó esperando a que Eduardo se parara de la cama, pero, pasada media hora él  no salía de su templo; Antonia, roja de la piedra, de un saltó llegó al único cuarto de la casa gritando:
-          -Si usted no se para de esa cama ya, nos vamos a poner todos a dormir ¿Pero sabe dónde? ¡¡EN EL INFIERNO!!

Pero Eduardo con los ojos bien cerrados, seguía sin escuchar nada. Viendo que sus palabras no le llegaban al pálido durmiente decidió esperar a que se levantara por su propia cuenta. Así tendría más tiempo para pensar en más insultos, le diría que hubiese sido mejor para ella de  casarse con el otro viejo que le habían escogido, le restregaría en la cara que sus hermanos vivían en Leticia en casas propias hechas en cemento mientras que la de ella ya se iba cayendo, pero esperó, esperó y la espera no hizo nada. A las doce de la mañana Doña Antonia estaba llena de reproches sin tener a quién decírselos. Entonces dejó de preparar su discurso y pasó a la acción, se abalanzó sobre el cuerpo del ausente y empezó a soplarle los odios, abrirle las pupilas, le movió la pierna derecha, después la izquierda, le levantó ambos brazos y nada hacía efecto. El cuerpo de Eduardo se había convertido en un títere de huesos. Una última solución se le vino a la cabeza, como última acción atravesó la vereda hasta llegar al borde del río, llenó una gran olleta de agua y bajo el sol, que a esa hora no conoce piedad, la arrastró hasta la casa.  En un último esfuerzo llegó al cuarto, la alzó y regó cada gota de agua esperando que así despertara, pero Eduardo con los ojos bien cerrados, seguía durmiendo.

Es aquí donde Antonia se da cuenta de una verdad que es cierta a medias. Eduardo no anda durmiendo. Eduardo anda muerto, entonces suelta un grito dejando escapar los reproches que había estado acumulando. El grito hace que toda la vereda deje de almorzar para ver de dónde proviene el alboroto y en un segundo, la casa que se caía a pedazos se hace tan grande que la vereda entera contempla al muerto dormir.

-          ¡Se ha muerto! Ya lleva un día entero que no se ha levantado. ¡Se me ha muerto! Ahora si no tengo nada ¡Nada!
-          Pero doña Antonia, ese no está muerto, mire no más cómo se le mueve la barriga y le tiemblan las pestañas –dijo el primero-
-          Pero si no se le mueve ni un pelo. Doña, es mejor que llame al padre, si quiere yo voy corriendito en la canoa y se lo traigo de Leticia.-dijo el segundo-
-          Qué padre ni qué nada. Quién dijo que se necesita un padre para enterrar un muerto -dijo un tercero que se ofrecía a enterrarlo con sus propias manos-
-           Doña Antonia, mire, mire, mire no más cómo se mueve- dijo el primero con un tono de superioridad al tener razón-
-          ¡Virgen santa! Pero sí está más vivo que la selva- dijo el segundo que seguía con la idea de traer al padre-

Doña Antonia y la vereda entera ven cómo cambia de costado para seguir durmiendo. Eduardo es incapaz de entenderlos, los berrinches de su esposa y los gritos de la vereda le llegan en vagos ecos que lo único que hacen es arrullarle más el sueño. Está en la lejanía de un universo que empieza y termina en cada borde de la cama hecha a puro palo sangre. Tampoco puede escuchar la sentencia que viene de pronunciar la vieja más vieja del pueblo. Al entrar lo mira tirado en la cama y dice que tiene la enfermedad, enfermedad que nadie conoce pero a la que todos temen. La misma vieja más vieja del pueblo se había encargado de sembrar la historia en la imaginación de todos repitiéndola como un sagrado credo.
-          No está muerto. Está soñando el sueño de la muerte, es esa la enfermedad. Y ustedes que nunca me han creído, cuántas veces no les he dicho que mis pa…
-          “Mis papás, mi marido y mis vecinos se han muerto de la enfermedad y yo no dormí por 3 semanas, yo me lo recuerdo”-dice en coro la vereda.
-          Doña, entonces es mejor traer al médico- dice el mismo que propuso traer el padre.
-          Vaya y llámelo pues. Rápido. En la cocina hay medio plato de pescado, es lo único que le puedo dar para pagarle.
-           ¿Pero yo qué les he dicho? La enfermedad no tiene cura. No se sabe por qué llega pero sí se sabe a dónde va y todos han terminado bien muertos.

Doña Antonia sabe que la vieja más vieja tiene razón pero prefiere creerla loca y manda a traer al médico. El viaje a Leticia siempre demora una hora pero sabe que tomará más tiempo mientras lo convencen de cruzar; ya nadie cruza de ese lado del rio, salvo para cobrar impuestos. Agradece a los cinco hombres que se ofrecen a buscar ayuda mientras que otras mujeres, menos creyentes en la ciencia, van preparando los ingredientes para traer este muerto a la vida.

Adentro, más allá de Doña Antonia, las mujeres y los hombres, la vereda y el fantasma de Leticia, Eduardo sueña selva. El aire cansado de tanto vaivén decide esconderse; ninguna hoja se mueve, solo aquellas que se rozan con el revolotear de los pájaros, con el pasar de los micos; la luz se pierde entre la copa de los árboles y Eduardo siente moverse entre sombras. Lleva caminando mucho tiempo con la esperanza de encontrar la vereda y ver a Doña Antonia en la entrada de su casa, pero sus pasos que ya han perdido el ritmo con el que venían lo han alejado del camino. Sus piernas le palpitan y sus pies le piden a gritos un descanso, entonces se detiene a respirar… Respira y se da cuenta que está lejos,  muy lejos, tan lejos que se siente cerca del corazón de la selva. La calma que todo lo cubre se transforma en tormenta y los latidos de la selva retumban como el rugido del jaguar. Empieza a sentir que las ramas de los árboles lo acechan, lo persiguen, lo van enlazando hasta sofocarlo.              

Afuera, el cuerpo de Eduardo que está cubierto de plantas y menjurjes empieza a sudar y a temblar. Doña Antonia, que hace más de dos horas que está en la ventana esperando al médico, lo escucha gemir y vuelve a arrodillarse junto a él. La vereda también se forma haciendo un círculo alrededor de la cama viendo cómo Eduardo empieza a sollozar, a gemir, a gritar. La vieja más vieja lo condena de nuevo diciendo que ya no hay nada más que hacer, pero la voz de la vereda la calla entonando el nombre de Eduardo con fuerza; esperan que en una de esas abra los ojos. Él, a lo lejos, escucha el murmullo de una voz que lo llama. Entonces responde al llamado pero le contesta el barullo de las hojas caídas que tocan un compás de muerte. Cree ver que el suelo se levanta arrastrándose poco a poco hacía él y entiende que debe correr.

Una anaconda se le acerca. 4 pasos que da y ella da 16. Corre y corre pero su cuerpo no puede seguir combatiendo con el infinito cuerpo de la serpiente. La vereda y Antonia, desde arriba continúan velando al que ya está muerto. Eduardo tiene la anaconda detrás besándole los pies y por escapar intenta treparse a un árbol. Quiere llegar a la copa, a lo más alto, a la vida pero sus pies no se despegan del suelo.  Arriba, los cinco hombres tocan puerto, sus rostros llevan la marca de la derrota; ni el doctor, ni el padre, ni el alcalde los habían escuchado. En silencio, se unen a la vereda y lo único que se escucha son los gritos de desesperación de Doña Antonia y Eduardo.


Mientras tanto, la anaconda va conquistando con la calma de la eternidad cada parte del cuerpo de Eduardo. Los pies y las piernas ya no pueden dar batalla y todo lo demás se deja seducir. Cada poro respira la grasienta piel de la serpiente que lo va encerrando poco a poco en su laberinto. Eduardo que sabe que ya está vencido, deja de dar pelea y se entrega soltando un último suspiro. Arriba, el suspiro llega como un grito agudo. La vereda y Doña Antonia se despiden de una vez por todas del muerto mientras que  la vieja más vieja repite el credo de la enfermedad.  

miércoles, 23 de marzo de 2016

Geografia I

Un inútil colchón doble
dos almohadas que desvelan la noche.
La chambre à coucher- Van Gogh
Un sucio tendido desdoblado
cuatro gemidos olvidados

Un cajón de silencios
de enigmas de misterios.
Miles de espejos ciegos.

Una lámpara de luna
y una mano que dibuja
sobre el pálido muro
el grito desnudo.

Una biblioteca y el mundo.
El mundo entre cuatro paredes.
Cuatro blancas paredes
y de nuevo el silencio.

El nuevo diario
junto a la tinta ansiosa.
El lento paso del tiempo
y siempre siempre el silencio







miércoles, 10 de febrero de 2016

El artesano

Jean Cocteau



Quiero hacer de mi mano mi lengua y así,todo lo que digo será producto de un largo y pensado silencio.

Quiero hacer de mi mano mi hablar y que la palabra dicha pase de suspiro a tormenta voraz. Y así, las palabras que este papel guarda hablarán mucho más fuerte que mi boca y la palabra dicha se alejará del río del famoso olvido.

Quiero hacer de mi mano un plural para sentir que tú y yo somos nosotros y que esa angustia que te rompe el alma es la misma que escondemos todos.

Quiero hacer de mi mano una hidra de pasión y que la caricia que escondo en cada  punta de mis dedos alcance alguna vez en alguna luna en algún sol tu mano que empuña el arco y guarda con paciencia la flecha del final.

Quiero hacer de mi mano una mano que no conozca puñal, que se extienda y pueda ayudar.

Quiero hacer de mi mano el reflejo de un deseo que se dice que  se vive que es acción




martes, 29 de diciembre de 2015

Fuga

El año que ya acabó lo vienen acabando desde que empezó. En lo personal, no lo vi empezar, ahora tampoco lo siento acabar. Fue un año que recibí estando lejos de mi patria, de mi familia, de todo lo que me es querido y conocido y así lo termino. Aunque ya haya pasado un año no he dejado de extrañar todas las cosas que están tan allá pero que en mi pensamiento se hacen presente en cada momento. Sobre todo en estas fechas donde la nostalgia está a flor de piel. Claro. Fue un adiós que yo misma me decidí a dar, un "exilio" que puedo acabar en cualquier momento pero que mi orgullo y mi deseo de perseguir los sueños, de hacerlos realidad me impiden hacerlo. 

Hace dos años hablaba de que la sociedad nos ha impuesto pautas que tenemos que cumplir y yo voy, muy despacio y a mi tiempo, cumpliendo cada una de ellas. Sin embargo, sigo en la convicción que no deben haber fronteras en el tiempo. Este año no puedo llamarlo viejo y al que sigue nuevo.Estos dos mundos que representan tan bien el pasado y el futuro representan para mí el solo ciclo que es la vida misma.Cuánto me gustaría creer que el año nuevo es un renacer, la tarea de vivir sería así mucho más simple. Pero la verdad es que toda la responsabilidad está en nosotros. 

Vengo de leer este libro que está destinado a cambiar la manera, así sea en una pequeña parte, de mirar la cotidianidad. En una de las pocas páginas de este epistolario Rilke habla del destino que guía nuestras vidas, destino como fuerza presente dentro de nosotros y no como circunstancia del mundo exterior. Encuentro una vez más que negar aquello sería de igual manera negar todo deber, todo actuar.  Podemos creernos personajes trágicos en manos de los dioses o bien, hacer lo que podamos entre los limites de nuestra voluntad y capacidad -términos que en repetidas ocasiones resultan siendo ambivalentes y que como mortales, debemos vivir soportando la constante contradicción-


Teniendo esto en mente y habiendo leído una y otra vez los miedos y las preguntas que encerraba hace un año o dos, la alegría y la melancolía me invaden. Puedo ver como en mí hay una y mil caras. Estoy segura que hay miedos y preguntas que siguen muy adentro de mí, que cada noche me saludan y piden de mi una respuesta, una reacción...un enfrentamiento. Pero hay otros que han desaparecido o por lo menos se han transformado en angustias que he aprendido a domar. Sólo a través del espejo que es para mí la escritura soy capaz de darme cuenta qué caminos he tomado, hasta dónde he llegado, hasta dónde me falta ir. Y todos estos viajes no se miden en meses, en días, en años viejos o nuevos.Se miden en la belleza de un paisaje nunca antes visto, en la tristeza de saborear la soledad a una edad de juventud, en la ironía del hombre que dice paz y hace guerra, en el placer de darse cuenta que no mucho es suficiente.

Hace dos años decía que escribir, partiendo aún de toda la ignorancia que me rodea, me ayudaba a descifrar el mundo que no entiendo. También me acerco a la idea que escribir es un intento de compaginar todo lo que tiende a oponerse. La vida, los hombres, el individuo. Lucha que no siempre es victoriosa, y es de ahí donde sale la mejor literatura que he leído. Tal vez sea por eso que encuentro tanto alivio en leer, en intentar escribir, en la literatura en general. Puedo asistir a esas batallas que están presentes en cada vida, en la mía y en la de diez más. Porque las palabras me dan el poder de escribir en un presente que no conoce limites y así como estoy aquí estoy en Colombia y estoy donde estaré mañana.

jueves, 19 de noviembre de 2015

Pasaporte


Carátula del album bird and diz-Charlie Parker y Dizzy Gillespie-1952

Once y cincuenta y seis, cincuenta y siete, cincuenta y ocho, cincuenta y nueve y ya se hacen las doce de la noche. Aquí empieza la hora de su cita. Ella dice que es su cita porque es el único momento del día donde lo puede escuchar de lejos. Es el único momento donde, desde su ventana, un universo entero aparece delante de sus ojos. Él, por su parte, dice que es una cita entre la música y él, nadie más puede entrar. Pero la verdad es que más allá de ser una cita se va convirtiendo poco a poco en un ritual donde cada uno sabe lo que tiene que hacer. Ella ya hizo todo lo que le tocaba. Esperar viendo cada hora pasar hasta que sea media noche. Él, del otro lado de la calle, se levanta a coger con sus manos llenas de juventud el viejo saxofón que se renueva con cada nota. Ajusta la boquilla y se sienta junto al alféizar de la ventana.

Ya es media noche, otra noche donde el tocará las mismas canciones de siempre, una noche de más donde ella podrá soñar de ese desconocido que ya conoce bien.

Ella se sabe de memoria todo el repertorio. Si le preguntáramos que nombrara al menos una de las canciones que tocaba, ella diría: esa que va tiiiiii toooo paaaaaa laaaaa laaapaaatooootiii. Y a decir verdad poco importa, lo único que cuenta es que a ella le gusta y así está bien. En cuanto a él,  él sólo cree en los dioses que tanto intenta imitar. Armstrong, Dizzy, Parker, Baker y cada día la lista se hace más grande con cada descubrimiento que hace.

Ahora todo está listo. Acerca la boquilla un poco más a su boca y justo cuando va empezar se da 
cuenta que hay algo que falta. Algo que sobra. Levanta la cabeza y ve del otro lado una mujer. Ella lo mira fijamente sin prestar mucha atención a la distancia que hay entre los dos. Y así, por una mirada se empieza a levantar un puente. Y así, ese algo que falta ya no le hace tanta falta, y eso que sobra ya no le sobra. Está listo para tocar y ella lista para escuchar. Él  por primera vez tiene un Público entero a sus pies.  

Empieza y los dos se dan cuenta que es algo nuevo lo que está pasando. Sus manos empiezan a obedecer un orden que va mucho más allá del tempo. Sin pensar va tocando por fin a la velocidad que es. Entiende que el jazz no se hace sobre un papel sino sobre el lienzo del momento y quien dice momento dice presente, quien dice presente dice ahora y el momento que es presente que es ahora es diferente a la hora  que el reloj marca, que ese reloj no sirve para medir lo  que está dentro de sus manos, de su corazón late más que nunca, de su cuerpo que tiembla. Está en el momento y no hay nada qué hacer, No hay quién lo detenga.  Para ella él no es un imitador, un principiante. No hay nada de imitación. Y en la cabeza de él pasa la misma cosa. Él no se siente imitando al gran Parker. No. Esta noche él es Parker y Parker es él.

Ella también entiende, entiende que debe cruzar el puente. Que todo ese riff que él no termina de acabar no es más que una invitación. Que ahora ese mundo que veía de lejos como una espía es accesible. Tiene permiso. Tiene el pasaporte para entrar. Entonces cruza y el viaje ya puede comenzar. 





lunes, 27 de julio de 2015

Entre niños

Las Meninas-Picasso

Cuando era niña me encontré un espejo.
Me miré y vi el reflejo de alguien ya viejo. 
No me mostró ni mi rostro ni mis manos,
mis miedos y esta conciencia del paso 
del tiempo me saludaron.

Me vi y me dije: Qué haces tú escondiéndote entre niños
ve y saborea la angustia de estas aguas turbias, 
que este momento no es infinito, 
que este río no siempre desemboca en el mar. 

Después de esto no fui más niña
y lo que fue mi infancia 
se transformó en una  frágil trampa;
amante de la melancolía. 

Y hoy cuando me dicen joven, 
yo siento que mi sonrisa cuenta una mentira
porque en mi boca sigue esa amargura 
del último bocado de inocencia. 

Mientras tanto en cada poro de mi cuerpo
la juventud se va añejando y el Tic
Toc del reloj me confirma que todo pasa;
de noche a día. De vivo a muerto.   




miércoles, 8 de abril de 2015

A la otra orilla


Era mediodía. El sol se imponía en el cielo anunciando que era pleno verano. El calor que hacía intensificaba cada vez más la sed que recorría cada parte de su cuerpo; desde la cabeza hasta los pies.  Mientras tanto la laguna se extendía ante sus ojos, como invitándolo a sumergirse en ella, como una incitación a la salvación.
Alfred kubin
Al otro lado se dibujaba una orilla, tan cerca que daba la impresión que sólo bastaba nadar unos cuantos metros para llegar. Sin embargo, se acordó que nunca había aprendido a nadar y que sus piernas eran aún las de un niño. Además, antes de salir de casa su mamá le había dicho que tenía que estar a tiempo para almorzar. Se acercó un poco más al lago. La otra orilla se veía más cerca desde ahí que pensó que podría ir y venir en poco tiempo. Y así, la intriga lo envolvió y empezó a preguntarse qué podría haber al otro lado.
Con cada paso que daba la orilla se iba acercando más y pensó que si intentaba nadar llegaría más rápido. Se sumergió. Metió el resto de su cuerpo, pataleó, movió los brazos pero todos sus esfuerzos fueron en vano. Volvió a caminar y sintió que ahora el agua que lo recorría le pesaba. Cada paso que daba le costaba pero las ganas de llegar, de saber qué era lo que había en la otra orilla lo arrastraban. Miró al cielo y el sol ya se había apagado. Ahora una brisa lo empujaba haciendo más difícil caminar. Sintió la necesidad de devolverse pero al mirar hacia atrás, se dio cuenta que la otra orilla estaba más cerca, así que sin más siguió.


Sin pensar en la profundidad del lago, se desvistió listo para atravesarlo. Dejó toda su ropa a un lado y se acercó aún más. El agua del lago se convirtió en un espejo donde vio su reflejo de niño. Su cara roja por el calor que lo golpeaba, su cuerpo lleno de juventud.  Sonrió al verse tan claro en el agua y sin más metió el pie derecho, luego el izquierdo. Un paso y sus pies se confundían entre las piedras y el agua. Dos pasos y el agua ya le llegaba hasta las rodillas.  Todo el resto de su cuerpo seguía sediento y olvidándose del hecho que no sabía nadar dio tres, cuatro, cinco pasos más. El agua le rozaba la cintura mientras que el resto de su cuerpo permanecía aún sediento. Dio otro paso y el agua ahora acariciaba sus hombros mientras que su cabeza sobresalía dejándolo ver con perfecta claridad que la otra orilla estaba cada vez más cerca. Temió que al dar otro paso su cabeza se perdiera entre el agua y quedara indefenso sin que nadie pudiese ayudarlo; pero la superficie del lago permaneció igual.

El viento cada vez lo golpeaba más fuerte dándole la impresión que a él lo hacía retroceder, mientras que a la orilla la alejaba poniéndola cada vez más fuera de su alcance. Pero él seguía avanzando poco a poco y la otra orilla reposaba quieta y tranquila; siempre en el mismo lugar. Se preguntó cuánto tiempo había estado caminando, cuánto más le faltaba para llegar. También la imagen de su madre lo inquietó. Pensó en el abrazo junto al regaño que le daría al volver a casa. Sintió desesperación, se vio perdido entre las aguas y empezó a gritar sin que nadie pudiese oírlo.   Su mamá estaba lejos, nadie se veía cerca; solo la otra orilla que reposaba siempre cerca de sus ojos.  En un último intento por llegar, avanzó su paso lo más que pudo, intento correr entre lo que sentía era una inmensidad de agua. Estiró sus brazos con ganas de tocarla pero aún no llegaba.

Se detuvo y contempló por un momento la orilla. Viéndola tan cerca sus ojos se llenaron de lágrimas. Se sintió arrepentido, deseó nunca haber atravesado la laguna de la que ahora era prisionero.  Y ya sin fuerzas continuó su paso sin esperanzas de llegar.  Dio un paso, dos, tres y al cuarto vio que el nivel del agua había bajado. Al quinto paso el agua le tocaba el ombligo y todo su tronco ahora se sentía libre. Su cuerpo luchó contra el cansancio que lo recorría y aceleró el pasó.

Cuando por fin llegó al otro lado sintió que una eternidad había pasado. Y así como él había atravesado la laguna el sol también había hecho lo mismo sobre el cielo y se escondía ya lejos de su vista. Al salir del agua sintió que su cuerpo había perdido toda niñez y juventud. Observó sus pies que ya no eran los mismos con los que había empezado a caminar. Miró sus manos llenas de arrugas que cargaban años que no había visto pasar. Con ellas empezó  a recorrer cada parte de aquel cuerpo que ya no le pertenecía. Sus piernas seguían teniendo la misma longitud pero la piel que era fina y densa ahora le colgaba arrugada y cansada. Siguió recorriendo ese paisaje extraño. Su vientre y sus brazos parecían tener el mismo relieve. Llevó sus manos a su rostro y con terror confirmó que también ahí se repetían esas leves montañas.

Tan rápido como pudo, se puso de rodillas y vio con perfecta claridad su reflejo en el agua. Su cara de niño era ahora la de un viejo. Su pelo estaba lleno de canas, las arrugas lo llenaban indicándole que el tiempo había pasado y había hecho de su cuerpo una víctima más. Se agarró a aquel reflejo, quiso sostenerlo entre sus manos para borrarlo pero aún seguía ahí, torturándolo y recordándole su estado. Sus ojos se llenaron de lágrimas, su boca con todo el cansancio que lo encerraba soltó un grito que nadie podía escuchar sino él. 

Se puso de pie con mucho esfuerzo para ver qué era lo que había más allá de la orilla. Los árboles con sus ramas dibujaban un misterio que lo asustó. Pensó que si seguía caminando hacía el silencio y la oscuridad que enredaba aquel bosque la muerte lo iba a encontrar. Contempló otra vez su cuerpo y comprobó que ya estaba lejos de su niñez. Su juventud y adultez nunca habían existido y ahora aquí, dar un paso le hacía temblar todos los huesos.  Se dio la vuelta y vio del otro lado la orilla que seguía ahí muy cerca.   ¿Si volvía a atravesar la laguna volvería a recuperar su niñez? ¿Le devolverían el tiempo que había perdido? Se quedó congelado en la indecisión. Atrás o adelante. No tenía ninguna salida. Ante sus ojos solo estaba la duda, lo desconocido. 


(Para jugar con un dado, como juegan el destino y la casualidad)

UNO

Sintió que la muerte ya lo alcanzaba y que jalaba poco a poco su cuerpo hacía ella. Sin embargo, ese llamado era el mismo misterio que lo venía arrastrando como una corriente que lo envolvía y lo empujaba hacía hacia adelante. Luchó contra todo el peso del tiempo en su cuerpo y encaminó sus pasos hacía el silencio que encerraban los árboles. La vejez estaba en cada poro de su piel pero él, aún motivado por el deseo de lo desconocido, siguió seguro en su paso. Esa fuerza extraña lo arrastraba, como si en aquel pequeño bosque estuvieran los años que no había visto, el tiempo que aquellas aguas le habían robado.  Venció el peso de su cuerpo y de un solo golpe dio dos, tres, cuatro pasos hasta llegar al sendero que se adentraba en el bosque.

Se sumergió dentro de aquel silencio en busca de su juventud sabiendo muy bien que detrás de él lo seguía muy paciente la muerte.  El frio de la noche se le fue montando poco a poco por todo el cuerpo. La brisa que corría entre los arboles lo acobijo, le susurró la verdad de lo que encerraba aquel bosque. La curiosidad estaba al final, pero el tiempo no. Si seguía más allá, habría que dar siempre otro paso más. Estaba lejos ya de la otra orilla. Desde adentro del bosque, los troncos lo hacían sentir como en una especie de laberinto.  La noche lo encerraba todo. Dentro de él, no cabía nada más que la espera de un final o de un nuevo comienzo. Parado en el centro de la nada, se dio cuenta que la otra orilla que había dejado era su niñez y donde se encontraba era la del final. No habían otras pequeñas islas en el medio. Ya no corrió más.  No tuvo miedo de enfrentar a lo que estaba huyendo.

Dejó que el silencio y la oscuridad de la noche lo consumieran. Cerró los ojos y se olvidó del cuerpo en el que estaba. No pensó más en donde estaba, en las orillas, en su niñez que estaba lejos o en su vejez que lo invadía. El tiempo no existía en el lugar en donde estaba. Le daba igual tener diez años o noventa. Aquí, donde había llegado no existían los números. Aquí, era la eternidad.

DOS

Viendo la otra orilla pensó en todo lo que había allá y se arrepintió una vez más de haber cruzado. Se animó de nuevo a entrar al agua. Estaba fría y en vez de despertar sus sentidos los congeló. Dio otro paso y el agua le subió hasta los tobillos. Venció el peso de su cuerpo y de un solo golpe dio dos, tres, cuatro pasos hasta que el agua le llegó a los hombros. Se sumergió de nuevo intentando ir en busca de su juventud.

Intentó deshacer cada una de las acciones que había hecho, como poniendo cada grano del reloj de arena en su posición inicial, antes de su fatal caída. Pero no demoró en venirle la sensación de caminar en un terreno donde no había retorno. Su cuerpo no parecía haber recuperado ninguna juventud. Al contrario, cada paso que daba le daba la angustiosa sensación de acercarlo más al punto del cual intentaba escapar. La fatiga le cortaba el aliento y sus piernas se olvidaban que servían para andar.  Miró hacia adelante y al ver la otra orilla tan cerca el ánimo le volvió. Miró hacia atrás y la vejez le volvió. Ambas orillas se encontraban a la misma distancia. Estaba justo en la mitad pero él se sentía lejos de todo. Se dio cuenta que ya no iba a llegar a ningún lado. Un paso hacía adelante en aquel punto podía significar un paso hacia atrás.

La desesperación ya no lo acechaba. No tenía ninguna prisa porque ya había llegado al lugar a donde tenía que llegar. Esto era lo que él había estado buscando, lo que se escondía al otro lado. La corriente lo arrastraría hacía cualquiera de las orillas. A él le daba igual. Se liberó del peso de su cuerpo. Se dejó ir.



TRES
Al voltear y ver de nuevo la otra orilla que conocía tan bien sintió que ya no se iba a morir de viejo sino de arrepentimiento. No quiso ver más hacía adelante. Decidió sin más vacilación que llegaría al punto donde ese tormentoso viaje comenzó. Engañó a su cuerpo olvidándose del cansancio que cada hueso llevaba y se dirigió de nuevo al agua. Ignoró lo helada que estaba la laguna y siguió moviéndose con pasos que se disfrazaban de seguridad.

Cuando el agua le llegó a los hombros se volvió a sumergir tratando de nadar.  Se revolcó. Se untó de todo el agua que lo rodeaba pensando que ahí estaba el tiempo que le habían quitado. Volvió  a salir pensando que su cuerpo era otro. Se imaginó adulto, sin tantas arrugas en su cuerpo. En ese momento, deseó tener un espejo entre sus manos para ver si su cuerpo había dado un salto hacia atrás. Pero sin más, siguió caminando con la certeza que la otra orilla estaba justo en frente de sus ojos pero al otro lado de su vida.

El agua ya no estaba fría. La oscuridad y el misterio que encierra la noche no lo acompañaban más. El sol lo saludaba de nuevo mostrándole todos sus dientes y él emocionado lo abrazaba.  A la luz del día podía ver con perfecta claridad la orilla que se reposaba tranquila y creyó ver desde donde estaba su casa. Pensó en su mamá, el regaño que le daría, el abrazo, la comida. Aceleró su paso. La corriente no lo jalaba hacía atrás, ahora lo escupía hacía adelante. Sus pies sintieron que la superficie volvía a subir un poco. Su tronco se sentía libre. Sus piernas respiraban. Su piel estaba firme.  Corrió con todas su fuerzas los pocos pasos que le faltaban para llegar a la orilla. Su cuerpo ahora se movía con toda ligereza.

Cuando por fin pisó tierra firme se supo niño otra vez. Buscó la ropa que había dejado, se la puso y salió corriendo hacia su casa. No pensó en nada. Sólo se dejó invadir por la emoción de sentir de nuevo la niñez por todo su cuerpo. Corrió sin parar y sin sentirse cansado. Conocía muy bien el camino a casa pero quiso olvidarse de cómo había llegado a la laguna.  

Llegó a la casa y vio que seguía igual como la había dejado, la única que tenía el techo azul y las paredes rojas. Se dio cuenta que el tiempo aquí no había pasado. De inmediato tocó, desesperado. TOC-TOC-TOC y pensó que la casa se iba a venir abajo con cada golpe que daba. Su mamá gritó desde adentro que enseguida abría. La espera se le hizo aún más eterna y se imaginó que de pronto ella también estaba cruzando la otra orilla con cada paso que daba hasta la puerta. Cuando por fin abrió sintió los brazos de su hijo que la agarraban la cintura con la fuerza de un gigante. Él no dijo nada. Ella sólo le dijo que había llegado justo a tiempo para almorzar.  

  
CUATRO

Se sintió tan cansado  para escoger la vida que la descartó de sus opciones. Le quedaba sólo la muerte pero ahora ella parecía rechazarlo. Sin embargo, él ya había tomado la decisión de no tomar más decisiones. Pensó que si ella no iba a venir bajo su propia voluntad, él la jalaría por los pies. Se disfrazó de verdugo y la llamó. Se la imaginó de cabellos largos y de la misma edad de él, caminando con un aire de intemporalidad. La llamó por segunda vez como invitándola a un reto donde ambos tenían las de ganar pero él seguía solo. A la tercera, dijo su nombre ya sin fuerzas como un amante que renuncia a toda esperanza.

Esperó un segundo, miró hacia arriba, hacia abajo, a la derecha y a la izquierda  para ver si ella aparecía por algún lado. Escuchó que  dentro de aquel bosque el silencio empezaba a romperse y las hojas respondían a un roce que las acariciaba. Levantó la vista y la vio salir de la penumbra sin nada en sus manos, sólo acompañada de su caminar milenario. Se imaginó que iba a ser un combate cuerpo a cuerpo donde que más disimulara la vejez iba a ganar.

Él no se movió. Esperó a que ella se acercara poco a poco pero para su sorpresa el cuerpo de esa mujer no era nada como el de él,  el de ella se movía con toda ligereza y propiedad. Quiso demostrarle que él también tenía esa capacidad. Dio un paso con su pie derecho y se dio cuenta que no podía fingir.  Con ese solo movimiento le demostró a la muerte la lucha que ya le representaba el vivir. Ambos, al instante, se dieron cuenta que era una batalla que no tenía por qué librarse. Ambos,  ya habían ganado. Él su descanso, ella un segundo más en la eternidad.

CINCO

Miro hacia adelante otra vez. Pensó en todo lo que había que tenido que atravesar hasta llegar acá y devolverse le pareció un acto de cobardes.  Siguió un poco más. Se olvidó de todos los años que cargaba y continuó caminando pensando que más adelante encontraría su juventud. La noche dentro de aquel bosque no conocía luna, sólo la oscuridad y el misterio. Con cada paso que daba sentía que se lanzaba hacia la nada, pensaba que podía ser el último que su cuerpo daría y antes de pisar tanteaba con el pie el terreno.

Continuó caminando perdiendo la noción si iba hacia adelante o hacia atrás. Antes de adentrarse en el bosque se había prometido que iba a continuar hasta el final, así eso implicara una batalla contra su cuerpo. No quiso pensar en el cansancio, lo que menos necesitaba en ese momento era un descanso, así sus piernas y pies estuvieran ya acabados. Se dio cuenta que lo que él andaba buscando todo este tiempo era un final que tenía que estar más allá de ese bosque que le parecía infinito.  De tanto andar y sin saber qué caminos era los que atravesaba cayó rendido frente a su promesa. Sus ojos se cerraron y todo lo demás también.

Su cuerpo descansó y su alma también, como se suele hacer en los buenos sueños. Se sorprendió cuando se levantó y comprobó que había dormido toda la noche. Ahora la luz del día lo abrazaba y le recordaba que aún estaba vivo.  Se puso de pie tan rápido como pudo y comprobó que durante todo ese tiempo no había estado solo. Otras personas igual de viejos a él también habían atravesado sus propias lagunas y estaban aquí en busca de la otra orilla. Ninguno parecía sorprendido de verlo, todos seguían su camino con toda prisa sin siquiera mirarlo.  Les siguió el paso pero pronto se sintió cansado. Quiso preguntarle a alguno de los que estaban a su lado hacia dónde iban pero todos parecían tener mucho afán.

Agotado dejó de caminar con tanto afán para caminar a su propio ritmo y vio que habían otros caminando como él, como con la tranquilidad de quien no tiene ningún lugar a dónde llegar. Esas personas que ahora lo rodeaban tenían el aire más tranquilo y ameno. Se dieron cuenta que de todos, él parecía el más perdido y lo acogieron en su grupo. Le explicaron que a la muerte se llega viejo. Que los corredores eran los que ya habían vivido mucho tiempo en la tierra y querían llegar a tiempo para encontrarse con la muerte. Ellos, los caminantes eran los que no querían dejar la vida tan rápido y se demoraban un poco más en llegar. Pero eso sí, ninguno se podía escapar ya de ella.

Él se negó a su condición de caminante. Quiso devolverse, ver de nuevo su niñez. Las lágrimas le empezaron a caer y cualquiera que las saboreara podía comprobar que sabían a puro espanto. Entre los caminantes trataron de calmarlo diciéndole que a todos les había pasado al principio. Cada uno de ellos había tratado de devolverse pero entre más se devolvían más se acercaban al final. La otra orilla, donde estaba la vida ya estaba lejos de él.

SEIS

El deseo de seguir más adelante lo golpeó. Sintió que en esa oscuridad se escondía algo que él tenía que descubrir. Pensó en que tal vez se trataba de una trampa que él mismo había estado tejiendo y para caer en ella tenía que atravesar todo el bosque, sin mirar atrás. Ignoró todo el dolor que su cuerpo arrastraba y se sumergió en el vago silencio de la noche. Al principio sentía que cada paso que daba hacia adelante lo llevaba tres atrás pero después de un tiempo, se acostumbró a la sensación de estar andando en regresión.

Cuando ya sintió que su cuerpo no le iba a dar más decidió descansar un poco. Buscó un tronco y se sentó a esperar que la muerte le llegara por detrás. Después de un tiempo y al ver que nada pasaba se paró de nuevo para ver si la veía venir entre tanta oscuridad.

No la vio pero sí percibió un nuevo camino que se abría paso ante él. Era un camino tan bien trazado que parecía que estaba justo ante sus ojos para que lo atravesara. Sin pensar mucho hacia dónde iba siguió el sendero en silencio y como aceptando una vez más lo que la vida- o la muerte- le servían en bandeja. Sin haber caminado mucho, el sendero desembocaba en la puerta de una casa que aún en la oscuridad se le hacía muy conocida. Con todo el miedo invadiéndole el cuerpo se acercó un poco más a la puerta y confirmó con angustia su sospecha. Era la casa que había dejado en la otra orilla. La casa donde estaba su infancia. Se sintió confundido y perdido. Pensó que nunca habían existido dos orillas sino que en todo este tiempo había caminado en círculos, en un laberinto donde el tiempo se doblegaba danzando en la eternidad.

La puerta no estaba cerrada. Se mantenía entreabierta, lista para recibirlo. Él no quiso empujarla de una vez sino que quiso ir poco a poco alimentando su curiosidad. Primero, se acercó y miró por el espacio vacío que formaban el marco y la puerta. Pudo ver con horror dos sombras que se movían. Acercó esta vez su oreja derecha y escuchó que esas sombras hablaban y reían. De inmediato se adelantó a la espera y con mucho esfuerzo, no por el cansancio de su cuerpo pero por el miedo que le hacía peso, empujó la puerta con su brazo derecho. No hizo ruido alguno. La puerta abría paso a todas las respuestas que él había estado buscando desde el principio. Las dos sombras no se dieron cuenta que él los observaba. Su mamá y él seguían hablando mientras comían sentados en la mesa. Su mamá lo acariciaba mientras él sonreía y seguía disfrutando de cada sorbo de sopa. Él, que los veía congelado en un tiempo que sólo existe en los sueños se dio cuenta que ya era hora de despertar.


Al abrir los ojos, se da cuenta que la vejez nunca lo había abandonado. Sus sueños no eran más que un espejismo de su niñez, un recuerdo en su memoria que ya no hacía parte de su realidad. Piensa que de pronto es momento de cruzar su propia orilla. Decide que ya es hora de dar el paso y dar fin a tanto misterio.