jueves, 7 de mayo de 2020

Irreversible


La barca de Caronte- José Benlliure

Hace ocho días que mi cuerpo se descompone en medio de la cocina de mi casa. Estoy tirado boca arriba y todos mis setenta kilos se van convirtiendo en nada más que polvo. Desde aquí soy testigo de como mi carne va perdiendo la batalla contra los huesos, como baja la cabeza y le cede por fin espacio a la muerte. Hace ocho días que mi cuerpo se descompone sin que nadie se haya percatado de mi ausencia, de mi olor putrefacto, de mi decisión irreversible.

Alrededor mío hay desorden: botellas de vodka, de vino y de ron, alcohol regado. Periódicos viejos que se acumulan, días todos idos y desde aquí, ya sin importancia. Platos sucios, sobras de comida y basura…polvo y más polvo. Y entre todo este caos, entre toda esta muerte aún pido por un poco de atención y me pregunto: ¡¿cuánto tiempo más pasará para que me encuentren?! Aún desde la muerte, mi soledad no parece conocer fin.

Esta semana el teléfono sonó dos veces y ningún mensaje. Ojalá haya sido mi viejo el que llamo, anhelo que haya sido mi hijo o mi ex esposa…esa familia que yo mismo había destruido. Pienso en cómo actuaría el viejo al enterarse que su hijo se suicidó y que su cuerpo fue encontrado a los ocho días, a los quince o como vamos, ¡de aquí a un mes! Lo veo caminando una eternidad hacia el teléfono, contestando con esa voz temblorosa y profunda. La llamada sería de la parte de mi hijo Tomás, que, aunque me odie, sería el primero en abrir la puerta y encontrarme en este horrible y aún así patético estado. Tomás pronunciaría entre lágrimas:

-Qué más viejo, tengo…tengo malas noticias. Ernesto se suicidó. Lo encontré en su apartamento y al parecer llevaba tiempo muerto. Voy a ir por ti en dos horas ¿vale? El entierro va a ser en las afueras de Paris. ¿Quién más va a estar? No sé, sólo tu y yo, supongo. Le avise a mi mamá, pero no quiere venir y la verdad no conozco a nadie más cercano a él.

Mi viejo colgaría el teléfono entre lágrimas, se miraría al espejo viejo y cansado preguntándose qué había hecho mal conmigo y yo desde lo que sería mi tumba lo consolaría: Usted no hizo nada malo, o tal vez sí. Fue demasiado bueno, me demostró la bondad que mi corazón nunca conoció.

Pienso en por qué pienso en todos los que amé después de mi muerte y no cuándo estaba con vida, no justo en el momento en el que había decidido matarme. Creo que es por que aún con vida yo ya estaba muerto. Le había cerrado la puerta a esos que ahora pido que me lloren.

Me miro aún muerto y pido un milagro. ¿Será que no merezco ni siquiera el infierno? Por morir sin nada más que mi tristeza y cansancio de vivir me veo vagando cien años hasta que ese dios griego de la muerte acepte llevarme en su barca. Veo que sigo poniendo la vida y la muerte en una misma frase, tan cerca una de la otra, tan seductoras, ambas tan lejanas de mí. Las junto como si fueran sinónimos, como si fueran ciudades que comparten la misma frontera. 

Mis divagaciones se ven interrumpidas cuando tocan a mi puerta. Timbran y me preparo a abrir, decirles de una vez por todas que aquí estoy muerto. Después de un momento vuelven a timbrar, pero al momento escucho cómo esos pasos se alejan de mi puerta. Espero a que el olor les haya llegado. Espero a que me lleven pronto.

Espero a que me llegue la muerte, esa que sí es irreversible.

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