"J'appelle « anamnèse » l'action — mélange de jouissance et d'effort — que mène le sujet pour retrouver, sans l'agrandir ni le faire vibrer une ténuité du souvenir : c'est le haïku lui-même"
Roland Barthes
A la hora del almuerzo la abuela es la única que tiene
derecho a comer con las manos. Su mano izquierda el cuchillo, su mano derecha
el tenedor. El pescado con miles de espinas se deshace entre sus manos. Cuando
se mete uno de los últimos bocados se escucha
un estruendo, un grito, un alboroto. Una de las espinas le atraviesa la
garganta.
La niña no se quiere pararse de la cama. Mejor cargar la cruz de cristo que ir al colegio. Qué tortura. Qué suplicio. La figura de la profesora, de piel blanca, arrugada y el cabello corto que le aumenta los años, representa para la niña el mismo infierno. La mamá le pregunta por qué, por qué hijita no quieres ir a estudiar mientras ella recuerda que la llama negra, que la deja a un lado.
El pequeño fragmento de cielo que cubre Leticia es
invadido por el canto de los pájaros a la misma hora, todos los días sin falta.
A las seis de la tarde salen de sus escondites y anuncian que otro día ya ha
terminado. La niña que vive al frente del parque sale a escuchar la música
estridente. Mira al cielo. Mira más allá del cielo. Mira y mira y no entiende
la grand-eza de la natural-eza.
En la estación Saint Lazare se hace un viejo que está ciego, quién sabe si hace tiempo o si es la vejez que le ha cerrado los ojos. Cada mañana lo veo del otro lado de la línea tocando la misma canción de Georges Brassens. Su presencia que pasa desapercibida por todos los que llevan afán, irrumpe en mí como una señal. Me dice que cada momento de la vida merece convertirse en cuadro, en recuerdo, en oración.